Los diversos elogios a la figura de Lluch por el aniversario de su asesinato indican que la posteridad tiene sus propias reglas. Y, en cierto sentido, no son arbitrarias.
Suelo escupir por un colmillo cuando oigo a algún prócer hablar de su propio legado. De su afán por perdurar en la memoria de la gente a través de hechos y dichos que sean recordados exactamente durante el tiempo que su imaginación satisfaga su vanidad. A fin de cuentas, como decía Jünger, los historiadores no son más que saqueadores de tumbas.

Sin embargo, durante mucho tiempo, aun antes de su asesinato, he estado convencido de que Ernst Lluch sí iba a ser recordado con cierta notoriedad: la Ley General de Sanidad de 1986 es probablemente uno de los pilares esenciales del sistema de convivencia de la España democrática. Y no se ha sabido reconocer lo suficiente. Su trigésimo aniversario pasó sin pena ni gloria y solo algunos frikis y viejos rockeros de la sanidad intentaron sin demasiado éxito dar lustre a la ocasión. No por nostalgia, sino por imperiosa necesidad: la urgente pertinencia de la actualización de sus mandatos para la misma supervivencia del Sistema Nacional de Salud.

En una ocasión, yo hablé con Ernst Lluch. Traigo a colación este dato privado e irrelevante porque me ha hecho acordarme de una trova de Silvio Rodríguez, ‘Yo soy de donde hay un río’: “Mi abuelo habló con Martí”. Hay familias cuyo timbre de gloria bien puede cifrarse en haber conocido a alguien excepcional. Conocí a Lluch en el Paraninfo de la Universidad de Sevilla, creo que unos cuatro o cinco años antes de su muerte. Participaba en un coloquio sobre literatura con Carmen Martín Gaite. Yo había ido a ver a Carmen para tomar una cerveza después y, en la charleta posterior al evento, Ernest comentó entre bromas y veras la influencia de su pariente, el cardenal Lluch, filósofo y teólogo que anduvo por Sevilla sobre 1880 y tiene una calle en esta ciudad. No me enteré de mucho. Yo andaba velando mis primeras armas en el periodismo sanitario y tenía ante mí a una leyenda: estaba más o menos epatado.

La anécdota no da para más. Pero sirve para recordar que la posteridad tiene sus leyes y la Historia, sus ocasiones perdidas, como cuando creíamos que teníamos el mejor sistema sanitario del mundo y no quisimos como sociedad apuntalarlo con hechos. Precisamente, para que perdurase.


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