El año en el que aprendimos a lavarnos las manos descubrimos el agotamiento por hipoxia social. Fue un tiempo en el que envidiamos a los anacoretas: a Nietzsche, a san Bruno, a quienes se habían ido a vivir al bosque porque no soportaban el ruido y se habían quedado sordos a la propia voz. También perdimos el habla, silenciados por las tormentas de mierda de las redes sociales profetizadas por Byung Chul Han. Aprendimos a leer y releer en la clandestinidad, a buscar la calma en las charlas de corresponsales sin gritos de emisoras minoritarias, a recuperar a Dickens y a Batman por Navidad sonando de fondo los monjes de Silos y a buscar a Bach en una primavera más que nunca fantasmal. A estudiar ruso para entender mejor la geopolítica de las vacunas, a Pushkin y a los Romanov. Sufrimos el zarpazo de la añoranza de una buena conversación, sin dudas sobre si quien tienes enfrente está sobremedicado de diazepam. Las desapariciones súbitas, como en una dictadura de ogro militar. Los adioses largos, languideciendo en los grupos absurdos de Whatsapp. La prórroga del fin del mundo en mitad de la banalidad. Y, de fondo, como una radiación cósmica primigenia, la gran pregunta de siempre: qué relación tiene la vida con la verdad. Aprendimos qué es la libertad y que su precio siempre es una libra de carne propia que casi nadie se atreve a pagar.


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