La innovación social es un viaje que comienza en la búsqueda personal de la libertad esencial. Ese viaje transcurre avanzando a través del compromiso inteligente con una realidad definida por un horizonte compartido entre semejantes. A lo largo del camino, emergen algunos hallazgos que se van erigiendo en fuentes de sentido: esos hallazgos son la innovación.

La búsqueda

El fluir de la arena entre las ampolletas de un reloj puede llegar a ejercer un efecto sobre el alma que va más allá de lo hipnótico, pues, más que adormecer, fascina. El reloj de arena es un artefacto esencial, telúrico, de la medida del tiempo. El sonido casi iridiscente de la arena al caer posee propiedades polisémicas encerradas en una paradoja, pues podría parecer que adormece cuando, en realidad, despierta la capacidad de ensoñación. Acerca, a quien contempla ese hilo de tiempo que cae, a la frontera de las visiones, justo al borde del horizonte de una realidad que todavía no se ve, pero se intuye.

Un reloj de arena no es un instrumento de sedación, sino una invitación a despertar. Jünger lo sabía y por eso escribió un tratado fundamental sobre estos verdaderos vasos de horas, receptáculos del tiempo. Porque, para Jünger, el tiempo que cae de una ampolleta a otra no desaparece, tan solo se desvanece.

Mirar a un reloj de arena y escuchar el sonido de los gránulos que caen implica asumir un desafío: qué hacer con el tiempo que nos ha sido dado, como escribió una vez Tolkien. Ésa es la pregunta fundamental, que se mueve entre la doma de la angustia de la conciencia de la finitud de las cosas y la tensión hacia lo que hay más allá, que cuaja en el deseo profundo de hacer cosas que tengan sentido. Ésa es la búsqueda fundacional: el sentido. Ésa es la voz, a veces un gemido, a veces un grito, que todos hemos oído alguna vez en el fondo del pozo de una vida a veces superficial, a veces pesada, siempre incompleta, que intenta imponer una tiranía ante la que nuestro sentido de la libertad se rebela: necesitamos sabernos libres tanto como respirar. La búsqueda del sentido es, en realidad, una búsqueda de la libertad.

La rebelión

Rastrear el mundo buscando fuentes de sentido que alimenten la conciencia de libertad es un acto de rebelión. Alzarse contra la pesadez propia y la del entorno con gesto retador. Por eso, toda búsqueda fundamental supone afirmar los pies sobre el suelo y otear el paisaje. Casi siempre, sin saber a dónde dirigir la mirada. Porque la mirada ya está gastada. Hemos descubierto que todo un universo de realidades que se nos presentaban como algo que valía la pena, en realidad ya no vale nada: a fuerza de miles de pequeñas cesiones cotidianas, de defectos morales congénitos o adquiridos, nuestra conciencia radical de las cosas, vale decir, el yacimiento último de la verdad, consiste en ser conscientes de que todo el mundo miente y de que, precisamente por eso, ya nadie engaña a nadie.

Aquí, justo en este punto, surge un primer problema práctico: con qué materiales construir aunque solo sea un refugio precario contra la intemperie, puesto que lo que era sólido ya no lo es (Muñoz Molina), la modernidad es líquida (Bauman) y la única actitud honrada posible ante las cosas es la perplejidad (Innerarity).

La primera reacción, el primum primi previo a toda decisión moral es, afortunadamente, sucumbir al magnetismo de una pasión más fuerte que uno mismo: la necesidad de hallarse entre semejantes. Vale decir: el primer refugio es el abrazo.

Eso significa que la fraternidad es el origen de toda verdadera deliberación entre iguales. Y que ese alzarse frente al mundo, ese se-révolter necesario (Sartre) que es paradójicamente el primer acto de libertad consciente, es en realidad una rebelión que se alimenta de lo afectivo, del lazo de la semejanza; que a su vez es la trabazón del refugio urgente que protege de la precariedad de la vida.

La comunidad

El único trabajo posible en un planeta devastado es hacerse compañía. Y eso significa, como bien sabía Rilke, hacer coincidir el don y la tarea. En términos prácticos, eso implica que la fraternidad se construye con las cualidades y las habilidades de cada persona que, en su deambular a la búsqueda de la libertad, se ha encontrado con otros nómadas y ha decidido llamarlos semejantes. A estas alturas de la orfandad de nuestra cultura, llamar algo a alguien, es decir, dotar de identidad a la realidad, es remitirse a la primera mañana del mundo (Péguy), hacer lo que hizo Adán: nombrar la vida, dar nombre a las cosas.

Desde que sabemos que las historias curan (Bettelheim), portar un nombre es poseer una identidad, para sí y para los demás. Por eso, ese primer vistazo a nuestro alrededor para ver qué hay por ahí impacta gozosamente contra la conciencia de lo que a la vez es indisociablemente importante y compartido: la realidad nombrada. Y a las chispas de ese choque las llamamos creación.

La creación es un proceso individual (Steinbeck), pero nunca solitario. Pues siempre se crea hacia los demás. Esto es, hoy, sin un relato al que acogernos que nos explique satisfactoriamente qué está pasando, somos rescatadores de nosotros mismos, como aquel barón de Münchhausen que salió del cenagal en que había caído tirando hacia arriba de sus propios cabellos: la fraternidad es fuente de innovación. Lo que conduce a otra interesante conclusión: si la única posible relación de valor con el mundo se basa en la semejanza, que a su vez se construye con las cualidades y habilidades de quienes participan del lazo de la fraternidad, y el resultado de ello es una creación nueva a la que llamamos innovación, entonces, esa innovación tiene algo de salvífico, de sanador. Es más: la creatividad, ese dar a la luz algo nuevo, es salvación.

Es decir, la semejanza es el crisol de la creación, que se aquilata y se perfecciona en un compartir al que llamamos deliberación; y esa creación solo es posible mostrarla al mundo a través de la primera persona del plural: nosotros. Eso es la comunidad.

La fuente

La comunidad es, pues, el origen de la innovación. Es precisamente en ese sentido en el que, por esa razón, toda innovación, in nuce, es social. Cuesta caer en la cuenta de ello porque nuestra hoja de ruta para andar por el mundo es la banalidad, el programa de mano de la sociedad del espectáculo (Debord).

Como todo ha sido ya contado, la saturación nos ha convertido en prisioneros del metarrelato y somos incapaces de leer la originalidad, puesto que las herramientas que un día nos ayudaron a interpretar la cultura, nuestras gafas de lectura, se han incrustado en nosotros, son ya una prótesis (Baudrillard) interpuesta entre nosotros y el mundo, de la que no nos podemos librar y que nos ha borrado la mirada.

Dos engaños impiden ver con claridad que la comunidad es la fuente de toda innovación y que, por ello, toda innovación verdadera es social. El primero es la extirpación de una parte del contenido del sustantivo; el segundo, el vaciamiento de su adjetivación.

No somos capaces de identificar en la comunidad la fuente de la innovación porque nos hemos dejado robar una parte importante de la misma: la innovación tecnológica. Lo que tenga que ver con máquinas es innovador; lo que no, es salvaje, primitivo, poco (o demasiado, Nietzsche) humano, se podría decir. Hay que irse a la ciencia ficción para entender esto: Frank Herbert abrió con especial genialidad ese portal con Dune y la saga continuadora de su novela cartografió esos territorios. Es la vieja herida de las dos culturas (Snow) y el abismo artificial abierto entre las ciencias y las humanidades: el sustantivo de la innovación ha sido mutilado, puesto que solo la tecnología sería innovación.

No relacionamos fácilmente lo social con la innovación porque hemos vaciado el adjetivo, aun sustantivándolo, de su proactividad: lo social ha acabado entendiéndose como un elemento de descripción, no de transformación de la realidad, vaciándose de su significado original y ocupando el vacío del significante con buenas intenciones y cierta querencia a lo benefactor, remitiéndose al universo de lo graciable, de lo pasivo, no de los derechos conquistados, abriendo la puerta a demasiadas patologías asistencialistas. En suma, hoy, lo social ya no remite al vínculo, sino a la beneficencia. Por eso ya no entendemos bien qué querían decir los romanos cuando hablaban de guerras sociales (Mommsen), máxime cuando, para mayor cuita de nuestra postmodernidad, el mismo concepto de clase al que condujo una interpretación marxista de la cuestión se nos desvanece y su lugar lo ocupan los deciles (Piketty). Pero lo social remite, efectivamente, al socio, a la asociación entre iguales; y a un tipo concreto de asociación y de socios, aquellos cuyo lazo compartido es la fraternidad originada en la semejanza, es la comunidad.

Por eso, efectivamente, toda innovación es social, ya que, bien sea tecnológica, jurídica, ética, política o artística, nace de una misma fuente: la comunidad.

El viaje

La innovación de una comunidad no depende fundamentalmente de la genialidad de algunos de sus integrantes, sino de la inteligencia de su sistema de funcionamiento (Luhmann), que facilita la continuidad del proyecto por encima de los liderazgos individuales y reduce hasta lo manejable los riesgos de liquidación que suelen presentar los algoritmos binarios basados en votaciones, con victorias y derrotas, no en la conversación. Votar sirve para la toma de decisiones simples y de coyuntura. Para los problemas complejos y el largo plazo, es imprescindible la decisión a través de la deliberación.

Esa deliberación solo es verdadera si se da entre iguales. Para ello, la conciencia de semejanza compartida, la fraternidad (lo emocional) requiere de la igualdad en la calidad y la cantidad del conocimiento (lo racional) entre quienes participan en ese contexto dado. Ello implica la puesta en marcha de un proceso, verdadero catalizador de la innovación, que empieza con la transferencia de información, que genera conocimiento, que a su vez activa la conciencia crítica y que finalmente despierta la capacidad y la voluntad de intervención en la realidad.

A la evaluación (siempre a través de la deliberación) de los resultados de esa intervención en lo real desde una nueva práctica o una idea innovadora la llamamos resiliencia, que además es la garantía de que la verdadera propietaria de la innovación, una innovación escrita por definición en código abierto, va a ser siempre la comunidad.


Ilustración: diagrama de sistema inteligente de innovación social, elaboración propia.