La comunidad, hacer comunidad, se va a poner de moda, porque es uno de los escenarios más probables hacia los que se encamina el mundo a marchas forzadas. En un contexto global definido por la paradoja del progreso (tenemos de todo como nunca y estamos más cerca de arrasar con todo como nunca), el mapa del futuro se define por tres posibilidades esenciales: el aislamiento (de las personas, de los países, de las instituciones), el establecimiento de zonas de influencia bajo un control férreo del poder (de las personas, de los países, de las instituciones) y la emergencia de comunidades en torno a la deliberación impuesta por el cansancio (de las personas, de los países, de las instituciones) ante el fin de las expectativas programáticas. Ese futuro es a cinco-veinte años vista y así lo dibuja el Consejo Nacional de Inteligencia de EEUU en un completo y complejo informe que ha publicado en enero de 2017.
Como en casi todo, habrá quienes estén más preparados y quienes lo estén menos ante la necesidad adaptativa de entender la emergencia de la comunidad como paradigma, como fórmula de supervivencia cultural, en la que poderosas fuerzas sociales, políticas y económicas nos van a empujar a participar. La diferencia, por una vez, respecto a otros procesos de cambio en el ecosistema social humano, es que aquellos que, por querer articular su vida en torno a la idea de comunidad, aún hoy son considerados frikis desubicados, activistas de tres al cuarto, poetas del código, desahuciados de las instituciones y demás especies protegidas de la ética hacker, van a ser quienes lideren este tipo de procesos.