Está de moda, como decía Steve Rogers, aka Capitán América, hace ya varias décadas, dar leña al sistema, especialmente al sistema político de gestión de la representación ciudadana; y motivos hay de sobra para ello. Sin embargo, hoy, hacer política es más urgente que nunca. Por dos razones. La primera, porque es una consecuencia ineludible del derecho de ciudadanía, del compromiso propio con el tiempo que nos ha sido dado. La segunda, porque los políticos no llegan a todo lo que hay que llegar para sacar adelante el inmenso corpus legislativo y de control al gobierno, viven presos de una maraña invivible que reduce al mínimo muchas veces la capacidad de acción. Una maraña que solo una verdadera participación ciudadana en la gestión de los asuntos públicos, más allá de la representación delegada pero sin invalidarla, puede romper.
Dejemos a un lado por un momento los motivos que cada cual tenga para huir como de la peste de la política institucional. Sé que es difícil, porque abundan los ejemplos de incuria y mediocridad, dentro y fuera de las instituciones. Pero, por responsabilidad personal, creo que existe una pulsión ética que obliga a echar una mano a ese puñado de representantes institucionales que se toman esto en serio. Y que curran de verdad. Yo conozco a algunos de ellos: están en el poder y en la oposición, están en todos los partidos, en un funambulismo constante entre lo que saben que hay que hacer y lo que se puede hacer. Y están solos. Tela de solos. Aunque no lo parezca. Y encima, siempre bajo sospecha. Es verdad que, como colectivo, se han ganado muchos de los volquetes de basura que caen sobre ellos. Pero también es cierto que sus fracasos son nuestros fracasos: redimirles como colectivo es redimirnos como sociedad.
Hay muchas maneras de acompañar (y controlar) a los políticos en su trabajo. Y no necesariamente tienen que ver con afiliarse a un partido. Basta con trasladar la queja de la barra del bar a la barra del teclado y transformarla en propuesta operativa para la realidad concreta de cada cual cada vez que se abre el plazo para presentar alegaciones a un anteproyecto de ley, cada vez que haya un fallo en la micropolítica de nuestro entorno, desde las goteras de las aulas del cole a la sordera institucional ante las necesidades de una pequeña asociación de pacientes. Hoy, cuando todos pasamos varias horas de media al día consumiendo pienso televisivo y dominamos el Whatsapp a las mil maravillas, no valen excusas de falta de información. Además, en el peor de los casos, siempre queda el teléfono. Llamen a sus diputados. Hablen con ellos. Ayúdenles a hacer su trabajo decentemente. Se lo agradecerán; porque al menos algunos de ellos, los mejores, están deseosos de compartir el poder con quienes los han elegido, quieren de verdad que sus intervenciones parlamentarias estén basadas en las voces de la calle y no en recortes de periódicos o en el último tuit, incluso están dispuestos a jugarse el escaño por embarcarse en el viaje apasionante desde la burocracia hacia la netocracia que empieza a organizarse a extramuros de las instituciones, y no se lo quieren perder.
En realidad, eso es la nuez de la participación ciudadana: una verdadera transferencia de poder. Sería una lástima que hubiese políticos alineados con esta idea y que al otro lado de las instituciones no hubiese nadie para recoger el testigo de ida y vuelta de ese poder. Eso se parecería mucho a renunciar a la libertad para ponerse en manos, precisamente, de una casta. Una casta que entre todos habríamos contribuido a consolidar.


 

Ilustración: Marvel – Panini.