Dice Elvira Roca Barea en su enorme Imperiofobia que aceptar la derrota es merecerla. Esta historiadora malagueña se refiere en esa idea al empeño español en adoptar acríticamente relatos explicativos de la propia Historia fabricados fuera del país (y casi siempre a costa del mismo), dándolos por buenos sin más motivo que el pedigrí de lo extranjero-superior y una suerte de sentido de la culpa construido como espita de la ansiedad que provoca la realidad inexplicada, la ausencia de sentido, en este caso debida al hurto de las herramientas intelectuales necesarias para el diseño de una brújula cultural coherente. He disfrutado mucho leyendo a Elvira, a quien oí decir el otro día en una conferencia que uno de los motivos por los que los españoles son gente presentable es su sistema público de salud, el mejor de la Europa Occidental. Pienso que la sanidad pública española está en la misma tesitura que los españoles a la hora de afrontar la Historia de su propio país y sus consecuencias: aceptar la derrota es merecerla.

Hay un relato, en este sentido, que me parece especialmente elocuente, bien elaborado y que ha hecho fortuna en general entre la izquierda: el síndrome de que vienen los malos. Vale decir, la sanidad pública española se enfrenta a serios embates privatizadores, que, de quebrar la resistencia del sistema, dejaría el cuidado de la salud de las personas más vulnerables al albur de la intemperie de los mercados. Sin duda, hay mucha verdad en ese razonamiento y, de hecho, esa idea está en el fondo del valor solidario de la sanidad pública, que en España aún se sigue entendiendo como una expresión institucionalizada del bien común. De ahí que en general las izquierdas y en concreto toda la socialdemocracia (también la socialdemocracia de derechas) enarbolen sin problemas esa bandera de amplio respaldo social.

En el marco mental de ese relato entran con toda lógica las mareas y su transmutación en reivindicaciones sindicales, así como la respuesta semiautomática del poder político del incremento de la financiación del sistema especialmente en el capítulo de personal. Ignorando en términos presupuestarios, curiosamente, a la salud pública, al salubrismo y su raíz primarista en su más amplia dimensión ambiental, económica y social. Digo que eso me parece curioso porque es precisamente la salud pública (a pesar de que es un concepto que ha envejecido mal por su ideologización como estrategia de supervivencia), el valor diferencial que da el tono para afrontar el desafío de los dichosos embates privatizadores.

Los embates privatizadores existen, claro que sí. Pero no explican toda la realidad. Porque el futuro de los sistemas públicos de salud en España no se va a dirimir en una batalla definitiva del bien contra el mal, en una especie de Armagedón de lo estatal contra lo privado: ese combate tiene más que ver con el empleo público que con el sistema público. Que son conceptos relacionados, pero no sinónimos. Defender lo uno no es siempre defender lo otro.

Si el asunto se entiende en términos duales y se mide la correlación de fuerzas, quién apostará por lo público frente al mercado en una sociedad desactivada. Está claro que lo público, en ese esquema, perderá. A condición de que ese relato sea correcto. Pero no lo es, por incompleto. Le falta toda una línea de elementos esenciales: los de las preguntas que el sistema debe hacerse a sí mismo sobre su identidad y su sentido. No habrá espacio para esas preguntas mientras el gran discurso explicativo dominante sea el de la defensa frente a la privatización. Y ahí tienen poco que hacer los presupuestos públicos y las actuales arquitecturas fiscales frente a la versatilidad de la economía financiera y eso que se ha dado en llamar la democracia de los consumidores. Quienes quieran una sanidad pública fuerte deben salir de ese relato. Porque, recuerden, aceptar la derrota es merecerla.

 


 

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