La corriente salubrista de impulso a los impuestos sobre las bebidas azucaradas no logra hacerse valer. En España, solo Cataluña dio el paso en 2017 de aplicar una tasa. Las demás comunidades autónomas y Gobierno central no han podido hacerlo, a pesar de las perspectivas recaudatorias de la medida: han pesado más las consideraciones relacionadas con el riesgo de destrucción de empleos en este subsector de la industria alimentaria que el asunto de los riesgos para la salud. Ocurrió así en la negociación de los Presupuestos Generales del Estado de 2017 y en la de otros proyectos regionales, como la Ley para la Promoción de una Vida Saludable y una Alimentación Equilibrada de Andalucía. En el primer caso, Ciudadanos frenó el intento del PP; en el segundo caso, también, sólo que el proponente era (es) un gobierno del PSOE.
En estos días, la Corte Suprema de Pensilvania revisa la ley que la ciudad de Filadelfia aplicó en 2016 para gravar con una tasa las bebidas azucaradas. El resto del país está atento al resultado del proceso, especialmente los estados de California, Colorado y Washington, donde algunas de sus mayores ciudades han optado por este impuesto de carácter local. Lo cuenta Laura McCrystal en The Enquirer.
El caso americano puede servir de exemplum, a la manera de las historias que gustaba de oír el Conde Lucanor, para el caso español. El seguimiento del caso americano parece indicar que el impuesto sobre las bebidas azucaradas, especialmente si los gobiernos han de enfrentarse a las presiones del sector, hace aguas por dos brechas: la transferencia del coste de la tasa al precio final y la tendencia a gravar más el volumen de producto que la cantidad exacta de los niveles de azúcar.
Sin embargo, desde la perspectiva de la prevención de problemas de salud, es posible que la clave de la cuestión no sea tanto la satanización del consumo de azúcar como la perezosa minoría de edad en la que se han instalado voluntariamente los consumidores. El salubrismo siempre ha visto en los impuestos una herramienta disuasoria del consumo de productos nocivos. Sin duda, eso ha funcionado con el tabaco. La experiencia dice, pues, podría funcionar con las bebidas azucaradas. Pero el salubrismo también sabe que ese tipo de medidas tiene una elasticidad limitada; a partir de un momento dado, en un contexto determinado, el efecto disuasorio del precio inflado a base de impuestos deja de funcionar. La exasperación que ello produce acerca peligrosamente a los legisladores a la tentación del control policial de las conductas privadas del consumidor. Lo cual, a su vez, pone el foco en un problema sin resolver, puesto que nadie ha dado aún con la tecla de transferir eficazmente responsabilidades, que no impuestos, al ciudadano consumidor: el peso de la conducta en la determinación de los derechos subjetivos para recibir asistencia sanitaria, especialmente en el ámbito de la medicina socializada. Ese desafío conduce a la exploración de caminos que aún están por recorrer, como el de la introducción de los resultados en salud en el algoritmo configurador de la arquitectura fiscal de un país, que supondría ni más ni menos que un rediseño completo de las carteras de servicios y algoritmos de accesibilidad de los sistemas de salud.


 

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