¿Qué hace falta para que los pacientes, como colectivo, se echen a la calle ante alguna situación que les resulte lesiva? ¿Son capaces los pacientes de protagonizar por sí mismos una verdadera movilización social?

Una respuesta posible es que solo una minoría de pacientes está encuadrada en organizaciones estables y su reivindicación se pierde en el océano de la agenda social del entorno. Ante ello, los actores con intereses en el mundo de los pacientes han intentado dinamizar el asociacionismo, pero sin perder jamás el control del elemento conector que relaciona ese cierta agitación social institucionalizada con los beneficios que esos actores esperan de su inversión. Otra respuesta podría traer a colación el famoso síndrome del agujero negro: las asociaciones relacionadas con patologías concretas ven la realidad únicamente a través del síntoma, de aquello que directamente sienten que les afecta; no se ve nada más, ésa es toda su realidad. La receta de manual para transformar esa pequeña inquietud asociativa en indignación de mayores dimensiones es fácil: estimúlese la queja, que ya vendrá detrás alguien que apague el incendio. El problema de estos dos planteamientos es que comprometen la visibilidad de quien impulsa esa movilización, bien desde el elemento conector, bien desde la queja. Ante ello, la reacción de los actores a quienes no interesa la impugnación social de un determinado estado de cosas (mayormente el poder político) consiste en un intento de mantener abiertos los canales de comunicación con el movimiento asociativo aplicando recursos del presupuesto público para su mantenimiento.

Sin embargo, todos los intentos, más o menos bienintencionados, que han querido articular las asociaciones de pacientes desde esos ámbitos de respuesta (el elemento conector y la queja, por un lado; la generación de espacios formales de participación benevolente, por otro), han fracasado estrepitosamente en términos de impacto social: este asunto sigue siendo una cuestión de minorías, para desesperación de quienes quieren encontrar la verdadera voz de la calle (y reconducirla hacia sus respectivos intereses) en esos foros. Quizá porque se ha entendido la cuestión desde la tradición de las técnicas de control de masas, que tienen su piedra angular en la administración vigilante del relato, en la gestión vertical de la información.

La hiperconexión de las denominadas redes sociales de Internet se ha entendido, se sigue entendiendo, como la gran solución a todo esto y en ellas se han puesto esperanzas y recursos que, sin embargo, no están generando los retornos esperados: ni en términos de movilización social ni en términos de influencia. El precipitado de tanto síndrome de pollo sin cabeza (lancémonos como locos a abrirnos perfiles en las RRSS) es el ruido. Mucho ruido, alguna que otra shitstorm que se vuelve en contra de quien la provoca y la clonación de algunos monstruos que estamos creando entre todos en el entorno de las asociaciones de pacientes en particular y de la sociedad civil organizada en general.

Quizá tenga ello que ver con no pararse a intentar entender qué es una movilización social ni qué es Internet ni su función esencial como catalizador tecnológico del cambio cultural de nuestra época. Téngase en cuenta que Twitter, por poner un caso, no es una red: es una pirámide que se va configurando en una espiral hacia arriba en una competición delirante de followers y retuits. Eso significa que la deliberación entre iguales, que una vez estuvo, ya no está, salvo en algunos oasis de listas perdidas en el timeline. Y que, aun conservando en cierta medida intacta su potencia para generar enjambres, esas acciones de swarming de las RRSS ya no nacen de la deliberación, sino de la consigna.

Hay un artículo seminal de la cultura de las redes sociales, el artículo de Granovetter de 1973, que creo que aporta una clave interesante y que seguramente es un texto desconocido para quienes tienen demasiada prisa para pararse a pensar: son las redes de lazos débiles, las integradas por personas vinculadas entre sí por una conexión leve, transitoria y muchas veces casual, las que verdaderamente son fuente de riqueza, sentido y soluciones a los problemas de la comunidad. Las redes de lazos fuertes (somos pocos, pensamos igual, tenemos razón y hemos hecho un juramento de sangre que nos ata entre nosotros) solo sirven para autoafirmarse. No para aprender, adaptarse a los cambios ni mejorar.

¿Quieren movilización social en el ámbito de la salud protagonizada por los pacientes? Apoyen sin presionar. Dejen respirar y discrepar. Atrévanse a ser tan sólo uno más, una más, en la conversación. Asuman que van a perder el control. Les aseguro que disfrutarán del vértigo de esa experiencia. Pero, por favor, si esa renuncia al poder es imposible para ustedes, dejen a los pacientes en paz.


 

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