La conciencia de ciudadanía puede tardar siglos en cuajar en un país. Porque se necesitan generaciones para asentar esa cierta confianza individual en sí mismo como una segunda naturaleza que transforma al súbdito en ciudadano. La sociedad civil es la expresión más aquilatada de esa confianza devenida en conciencia y, en los países donde funciona, su nacimiento siempre fue anterior al Estado. Hasta que esto no se entienda en España, todos los esfuerzos institucionales, todas las leyes y todo el dinero invertidos en fomentar la emergencia de una verdadera sociedad civil se irán por el desagüe.
Dice Ralf Dahrendorf que allí donde el Estado, urgido por el marco constitucional democrático, se ha sentido concernido por la tarea de generar sociedad civil en ámbitos donde antes solo existían siervos del monocultivo ideológico, los ciudadanos han tenido que tomar prestada del Estado una cierta parcela de poder.

En España, desde la quiebra por agotamiento del sistema moderno de los austrias y el fracaso por derribo del programa ilustrado borbónico, vivimos en una trágicamente accidentada sucesión de intentos nunca bien culminados para alumbrar una ciudadanía realmente mayor de edad. Por eso, en España, tomarse en serio desde el compromiso individual la intervención en la realidad pública nunca sale gratis: participar en la construcción de la sociedad civil es una transferencia de poder que en España (y en general allí donde no está bien resuelto el abismo que separa a las instituciones de la masa) no es un préstamo, sino una conquista. Porque, aunque el entorno jurídico-constitucional consagre las libertades civiles incluso con una hiperinflación legislativa ad nauseam, la gestión cotidiana de la normalidad política, con sus bienintencionados reglamentos y subvenciones, por miedo al caos, impide su ejercicio real. En otros países la cosa sí funcionó, aunque jamás fue fácil (ya tienen República, para qué me piden pan, clamaba Robespierre).

Tomarse en serio la participación ciudadana en España no es pedir prestado un trozo de poder; es cogerlo sin permiso en un descuido de quien detenta ese poder. Pero todavía falta mucho para eso. Al menos una generación. Porque todavía no sabemos qué hacer con la libertad.


 

Foto: Tim Marshall