En algunos de los debates hoy abiertos sobre la necesidad de identificar fuentes de sentido para la vida de las organizaciones (instituciones, empresas, comunidades), se plantea la necesidad de dar por superada la idea de gestión responsable como principio vertebrador y sustituirla por la de gestión ejemplar. Es un plus de exigencia ética que tensiona a las organizaciones para hacerlas más creíbles, una boqueada desesperada buscando oxígeno en un medio ambiente del que ha huido la legitimidad de origen, la presunción de honorabilidad.

La gestión responsable ya no es suficiente para tener prestigio, que es el reconocimiento libremente otorgado por quienes se relacionan con una determinada organización y que cristaliza en la legitimidad de ejercicio. Ahora, la honorabilidad hay que demostrarla.
Quizá sea Javier Gomá quien más extensamente ha desarrollado en español la idea de ejemplaridad. Gomá es un tipo que gusta a las señoras, está bien visto en general por la gente de orden y representa una especie de revival del pensamiento fuerte, de la metafísica tradicional que muchos dan por liquidada.

Dejando aparte algunas de las querencias de Gomá por las esencias de una metafísica que en muchas de sus dimensiones es más digna de veneración que de crédito, me gusta la manera con la que viste de largo la idea de la ejemplaridad para su presentación ante la descreída sociedad contemporánea: dado que el concepto, irrenunciable, de la democracia, se fundamenta en la igualdad radical de los individuos, es inevitable el florecimiento de la vulgaridad, el lastre de la tendencia a la nivelación por abajo. Es aquello que Richard Gere, en clave neobudista, decía hace algunos años: el mundo actual ha perdido la elegancia.

Si, en una sociedad donde hasta la ortografía es violencia, la cuestión de la vulgaridad no puede resolverse mediante la coerción, solo queda el camino de la búsqueda personal de la excelencia como alternativa a la mediocridad invasiva. Esa excelencia, esa excepcionalidad ética, cuando se muestra al mundo, es la ejemplaridad. Que se comparte, se extiende, mediante la comunicación del propio ser ejemplar. Y eso, termina diciendo Gomá, es la política, el ágora, la exposición a la luz del día de lo que uno hace, demostrando con las obras la propia honorabilidad.

Eso, al parecer, es la gestión ejemplar. Y echarla en falta no es una razón para dejarla de buscar.


 

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