Ilustración: Galería Flickr de Jamison Wieser. Algunos derechos reservados.
Alfonso Pedrosa. Me gusta la ciencia-ficción. Desde que he aprendido a respetar esos relatos ubicándolos en la perspectiva de la ética hacker, tengo a mano un universo de referencias que me ayuda a pensar la realidad. Incluso, a intervenir en ella. No cualquier tipo de realidad: aquella que es fronteriza, que se presenta en su estado naciente, que aún no ha sido nombrada porque el lugar cultural donde emerge no la reconoce todavía como propia.
Ando estos días metido de lleno en la tramoya del I Curso de Extensión Universitaria sobre Salud y Comunidad Rural. Es una iniciativa artesana centrada en la comunidad como soporte de acción en el ámbito de la salud y el ciberactivismo que tendrá lugar en El Madroño, un pueblo de Sevilla con apenas trescientos habitantes. Un desafío de aprendizaje en el que la ruta de la interacción pasa inequívocamente por la deliberación entre iguales. Un proyecto verdadero y modesto de resultados impredecibles, ubicado en el límite de lo culturalmente aceptado como posible: docentes de la Universidad de Sevilla, junto a otros profesionales, tejiendo contextos de diálogo real con personas (fundamentalmente mujeres) del mundo rural.
Casi de manera inevitable, se me ha aparecido la conexión de todo esto con las historias de ciencia-ficción. En concreto Dune, de Frank Herbert. Conocía ya la película, pero, gracias a una de esas impagables conversaciones tabernarias que mantengo de vez en cuando con @soyrami, @ThePressLab y @drzippie, estoy devorando ahora la novela de arranque de la saga. Un planeta desértico y presuntamente estéril, Arrakis, que es nuestro hogar. Una fuerza de intervención en esa realidad, bienintencionada, honorable e ignorante de la verdadera naturaleza de las cosas: la Casa Atreides. Su contrapeso, la Casa Harkonnen; brutal y sanguinaria hasta la demencia asesina en su obsesión por liquidar todo lo que obstaculice la explotación de la preciosa especia que se esconde en Arrakis. Y los Fremen, gente del margen, pobres, libres y conocedores de los secretos del desierto que pueden convertir a Arrakis en un vergel. Todo eso contiene elementos que me ayudan a identificar algunas marcas esenciales del significado de esta iniciativa universitaria peculiar: la naturaleza irritantemente obsoleta de los obstáculos (culturales, económicos, sociales, administrativos) a sortear; los territorios de encuentro que se adivinan y bajo los que palpita la riqueza insondable de los seres humanos; la potencia transformadora del conocimiento compartido entre iguales; el descubrimiento de rutas secretas de comunicación entre personas en un mundo agostado; la conciencia de la necesidad de estar atentos a un hecho incontrovertible, que somos portadores de los genes del sistema; y la voluntad de superar esa condena.
Ahora comienza otra nueva aventura en Arrakis. Otro proyecto mestizo a la búsqueda de la tribu perdida de la gente: escuchar lo que dicen las personas sobre su manera de vivir la salud y la enfermedad, ofrecer a cambio con humildad lo que se sabe. O lo que se cree que se sabe. Aprender en ese intercambio, en ese trueque de pedazos de vida, que para compartir no hay que tener. Sólo hay que dar. Rendir tributo a la valentía que supone para muchas de las personas inscritas en el curso (sin estudios primarios, con estudios primarios, qué más da) el atreverse a sumergirse en un mundo por completo desconocido para ellas del que siempre se les ha dicho que es inalcanzable, complejo y peligroso: el conocimiento encerrado en el cofre multisecular de la institución universitaria. E ir edificando desde ahí, gota a gota, pacientemente, como los Fremen recolectan agua del aire y de su propia transpiración, el sueño de una verdadera deliberación entre iguales.
Alguien que me es muy querido me escribió al respecto hace poco: «Todos tenemos tendencia a pensar sobre la base de la ciencia-ficción. Esa base la utilizamos como mecanismo de defensa para discurrir y expresar brillantes ideas que mejorarían el bienestar de la comunidad. Dar un paso más allá no sólo para expresar esas ideas sino para ponerse a trabajar en su implementación, ya es otra cosa. No es por miedo. Es porque son ciencia-ficción, y eso nos hace irnos a la cama tranquilos. Claro, hasta que llega alguien y sobre una idea que pudiera parecer utopía pura, se pone a trabajar y la convierte en realidad».
Eso es lo que queremos hacer en El Madroño durante las próximas semanas: dar un paso más allá.
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