Maimónides llegó a Fez en 1158 cabalgando en la tormenta de la persecución almohade, de Córdoba a Almería y, finalmente, a la ciudad marroquí. Aquel Islam de aquel momento del siglo XII poseía una voz potente y violenta, consecuencia de un planteamiento maximalista irreductible: atribuir cualidades a Dios es atentar contra su unicidad y ello exige la aniquilación de todo lo que se salga de ahí. Pensar es el mal. Muchos judíos, cristianos y musulmanes sufrieron muerte, tortura o exilio por ello.
En ese ambiente, por un tiempo, Maimónides llegó a la conclusión de que, antes de hablar en público, hay que meditar tres o cuatro veces lo que se ha de decir. Y, al ponerlo por escrito, el texto ha de repasarse millares de veces antes de darlo a la luz. Ello condujo a un silencio de años de aquel maestro de maestros, que nos regaló una obra inmortal tan contemporánea como su ‘Guía para perplejos’.
Hoy en día, muchos son quienes sufren en sus vidas y en su libertad la imposición estrecha del discurso dominante; precisamente en países que forman parte de la sociedad de los derechos humanos y la democracia liberal. Algunos de los mejores en cualquier campo profesional son destrozados hoy por la turba que lo tiene todo claro y que, por anónima, carece de sentido de responsabilidad sobre lo que hace; porque en la masa no hay verdad. Creo que en gran medida esa angustia define la realidad actual en la cultura, en la política, en el desempeño profesional.
Ese sufrimiento siempre afecta más a los mejores, en el siglo XII y en el XXI. A día de hoy, también pensar es el mal. Y, como en aquel Fez medieval, los mejores aguardan en silencio, trabajando, preparando su voz para un tiempo de gracia en el que se les exija que den razón de sí mismos y que expliquen a un mundo agotado y perplejo la relación que existe entre la propia vida y la verdad.
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