Ilustración: galería Flickr de Norman B. Leventhal Map Center at the BPL, algunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. La lectura de un librito de George Steiner (en realidad, una conferencia de hace ya algunos años), La idea de Europa, me ha ayudado estos días a entender mejor por qué la gran tradición intelectual del Viejo Continente tiene en tan alta estima los conceptos de lo universal y lo público. No viene mal pensar en estas cosas cuando empieza a ser evidente que los planteamientos de defensa de la viabilidad del SNS fundados en los sentimientos y no en las ideas están siendo achicharrados dialécticamente un día sí y otro también.

Europa es posible por Atenas y Jerusalén, dice Steiner. La ciudad de Sócrates y la ciudad de Isaías. Uno le da un par de vueltas al asunto y concluye que quizá ande por ahí el origen conceptual de por qué los sistemas de protección social se fundan sobre los derechos de ciudadanía y por qué esa ciudadanía es universal. Y por qué esa reflexión sólo es posible si se favorece que la gente pueda dedicarse a actividades perfectamente inútiles, como el mismo hecho de pensar: la abstracción filosófica, estética, matemática, teológica.

Bien. A lo que iba: el destilado final de esa doble ciudadanía griega y judeocristiana en lo que ahora nos ocupa consiste en que sólo los ciudadanos tienen derechos, unos derechos que vale la pena defender con la vida (ah, el gran discurso de Pericles recogido por Tucídides) y que se expresan en el ámbito de lo público; lo público es definido desde el sentido de lo común, que bebe en el concepto de semejanza y éste, a su vez, en la noción de identidad; un territorio que es de todos aunque hoy en día hayamos llegado a creer en la práctica que no es de nadie. Esa dimensión de lo público enraizado en lo político (la polis) se despliega, madura, en un nuevo territorio: todo ciudadano (no sólo el hombre, el potentado, el nacido aquí) está ligado a sus semejantes a través de una igualdad radical (San Pablo). De este modo, ese horizonte ético al que no llega la teorización griega (la ecúmene deja de existir cuando los hombres ya no hablan, sino que ladran, son bárbaros), queda rebasado para ser integrado, primero, en la idea de la universitas christiana y, después, en los derechos humanos de la Ilustración: todos los seres humanos son ciudadanos cuando las fronteras de la ciudadanía se extienden hasta lo universal. Y, si el ámbito propio del ejercicio de la ciudadanía es lo público, ese mismo ámbito público debe ser universal y, en última instancia, entenderse como propio de la identidad humana. Vale decir, no hay extranjeros.

Toda esta formulación teórica recorre la Historia europea, con sus milagros y sus masacres. Whitehead dijo que la filosofía occidental es una nota a pie de página de Platón. Y, para Steiner, el cristianismo y el marxismo son dos notas a pie de página del judaísmo. En ese ‘nosotros’, en esa primera personal del plural me reconozco y me diferencio, aun de manera precaria. Cita Steiner a Heródoto para explicar por qué lo europeo existe de forma diferenciada respecto a lo africano, a lo americano, a lo asiático: "Todos los años enviamos nuestros barcos con gran peligro para las vidas y grandes gastos a África para preguntar: ‘¿Quiénes sois? ¿Cómo son vuestras leyes? ¿Cómo es vuestra lengua?’. Ellos nunca enviaron un barco a preguntarnos a nosotros". Y comenta Steiner: "No hay corrección política ni liberalismo a la moda que pueda destruir esa cuestión".

La viabilidad del SNS no es una cuestión de coyuntura, sino de identidad cultural. Renunciar a lo universal y a lo público es renunciar a una parte esencial del legado europeo.

La partida no ha terminado. Al menos, no para Steiner:

"La dignidad del Homo sapiens es exactamente eso: la realización de la sabiduría, la búsqueda del conocimiento desinteresado, la creación de belleza. Ganar dinero e inundar nuestras vidas de unos bienes materiales cada vez más trivializados es una pasión profundamente vulgar, que nos deja vacíos. Puede que en aspectos hasta ahora muy difíciles de discernir, Europa genere una revolución antiindustrial como generó la propia revolución industrial. Ciertos ideales de ocio, de privacidad, de individualismo anárquico, ideales casi ahogados en el consumo ostentoso y en la uniformidad de los modelos americano y asiático-americano, tienen tal vez su función natural en un contexto europeo, aunque dicho contexto implique un cierto grado de recorte material. Quienes conocen la Europa oriental de las décadas negras, o Gran Bretaña en sus tiempos de austeridad, sabrán que las solidaridades y creatividades humanas pueden tener su origen en la relativa probreza. No es la censura política lo que mata: es el despotismo del mercado de masas y las recompensas del estrellato comercializado".

Europa no es sólo una cuota láctea, la estabilidad de la moneda única o unos fondos de desarrollo regional. Europa también es una forma de vivir a la medida de lo humano. Y lo humano es la razón de ser de un sistema sanitario público y universal. Que no es gratuito: nos ha costado siglos de luchas sangrientas. Luchas de las que el sacrificio molesto de nuestros actuales impuestos que sirven para mantenerlo son sólo un lejano y domesticado reflejo.