Desfilar no es participar. Una cabalgata de los Reyes Magos, un suponer, puede congregar masas, pero esa aglomeración de gente no implica ni indica, necesariamente, una subida de la temperatura participativa de una comunidad. David de Ugarte ha escrito algunas ideas interesantes sobre eso de la cabalgata participativa, profundizando en una reflexión esencial: un colectivo no es una comunidad.
En España, la invitación a participar en los asuntos públicos suele tener trampa: más que una convocatoria al diseño participado de un proyecto común, es en realidad una defensa de las instituciones para integrar en la manada a las voces apocalípticas y poner sordina al cuestionamiento de fondo de una determinada estrategia de poder, vale decir, de control de la información. Quizá uno de los casos más escandalosos y menos notorios (pero ni muchos menos único) en este sentido sea el de la participación de las asociaciones de pacientes en la redacción de los Informes de Posicionamiento Terapéutico (IPT), verdaderas cartas de naturaleza para la incorporación de un determinado medicamento a la prestación farmacéutica del Sistema Nacional de Salud: el meollo de la cuestión se cuece entre los grupos de interés de siempre y a los pacientes se les invita a participar al final del proceso. Por supuesto, sin facilitarles tiempo, formación ni herramientas conceptuales para dictaminar sobre asuntos de ese calado con un mínimo de conocimiento de causa. Al final, el IPT se publica con una coletilla que se repite en cada caso y que suena a algo parecido como muchas gracias por vuestras aportaciones, que ya si eso haremos nosotros lo que nos dé la gana. Todo esto tiene algo de voyeurismo (ver pero no tocar) y suele ser la tónica dominante en todas las presuntas dinámicas de participación impulsadas desde el entramado institucional que detenta el poder, sea cual sea ese poder.
Creo que la diferencia esencial entre colectivo y comunidad es que en la comunidad pervive la identidad individual; existen las personas. La referencia constante a la realidad viva y concreta. Una asociación de pacientes que solo sea un colectivo será chuleada una y otra vez por el interlocutor de turno. Con una comunidad, eso ya es más difícil. Cuando los pacientes son una comunidad, se enfrentan a la cuestión de la regularización y autorización de medicamentos muy lejos de la actitud bovina propia de las organizaciones que sólo son matrioskas de la gestión de la representación: estas comunidades estudian, deliberan, deciden y van al combate (sí señor, esto de la participación es un combate porque nadie que detente el poder lo cederá de ordinario con una sonrisa), van al combate, digo, armados con guías de procedimientos y argumentarios sobre, pongamos por caso, tratamientos contra la tuberculosis, que obran milagros en las mesas de interlocución y son capaces de influir en las políticas de acceso a medicamentos en un determinado país.
A esas comunidades nadie las chulea. Porque son tomadas en serio. Se han ganado el respeto de los grupos de interés relacionados con un determinado asunto a base de conocimiento, de ser capaces de articular un relato técnicamente defendible y, sobre todo, creíble.
Los colectivos solo tienen eslóganes. Las comunidades, conocimiento.


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