Fotografía: galería Flickr de bradley j, algunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. Sugería hace poco el Dr. Gilbertman (@Gilbertman001) en el contexto de #saludytweets que estaría bien compartir por escrito y en abierto conclusiones después de la charla tabernaria que algun@s mantuvimos la semana pasada el pasado 25 de noviembre en torno a unas tapas de salmorejo y otros productos ciertos sobre algo que de verdad nos importa mucho. Muchísimo: qué está pasando y qué puede pasar con la sanidad pública en España. Entre que he tenido que dedicar últimamente más neuronas de la cuenta a algunas de mis actividades nutricias y que no me voy a atrever yo a contarle a Noé cómo es la lluvia, pues eso, que lo he ido dejando pasar. En cualquier caso, lo que se me ocurre no son conclusiones. Pero sí impresiones.

Bueno, creo que lo primero que aprendí durante ese rato es algo que ya sabe cualquiera que quiera mantenerse vivo: hablar es bueno y escuchar, también. Y no hay que pedirle permiso a nadie para hacerlo.

Lo segundo, que compartir ideas sobre algo que apasiona a quienes participan en la conversación, sin que haya que estar de acuerdo en todo (es más, mejor si no es así: vamos estando ya cansadillos del debate soft tipo Disneylandia sobre asuntos que son demasiado serios), se parece mucho a recuperar el sonido de la voz humana; que ni está ni se le espera en los ámbitos tradicionales creados, precisamente, para institucionalizar la conversación, fuera pero también dentro de la Red.

Lo tercero (y me sorprendió, cuando vi esa idea en el libro que desarrolla el Manifiesto Cluetrain y en Synaptica empezamos a darle vueltas) es que cuando a la gente la dejas suelta, a su aire, enseguida empieza a jugar. Y a reir. Somos así. Afortunadamente. Un par de cervezas ayudan, sí, pero no es sólo eso: ver cómo la alegría se apodera del razonamiento humano, arrancándolo del campo de la mecánica y conduciéndolo al de la alquimia es, ni más ni menos, que ayudarnos a nosotros mismos a caer en la cuenta, como una vez le leí a Sabato, de que el mundo nada puede contra alguien que canta en la miseria.

Que podemos hacer cosas. Las vamos a hacer. Las estamos haciendo ya.

Recuerdo que en aquel rato hablamos del riesgo estructural de hundimiento del SNS; de la necesidad imperiosa en el escenario actual de apuntalar, con tiempo y desplazamiento relativo de recursos, una Atención Primaria que hoy maneja situaciones de alta complejidad impensables hace algunos años; de transparencia para definir qué tecnología nos podemos permitir y cuál no; de ayudar a instalar en la agenda pública, la de las cosas que interesan de verdad a la gente, la idea de que o la gente asume (dándole herramientas para sentirlo así) que el sistema sanitario público es suyo o éste quedará al albur de agendas que no son las de la gente y, si se reorienta su rumbo, será sin preguntarle al personal si le parece bien. Nada que no esté en cualquiera de los voluminosos informes que circulan hogaño por ahí en versiones mediáticas más o menos deglutidas y sobre los que casi nadie se ha tomado la molestia no sólo de leerlos, sino de compartirlos con la gente en el lenguaje que habla la gente.

Por eso, sentarse a charlar sin más, sin trampa, cartón, prejuicios ni cubiletes de trilero, en torno a un par de ideas, es un ejercicio peligroso. Y más, si eso tiene alguna clase de exposición al riesgo de viralidad en la Red: porque supone hacer saltar los cerrojos que mantienen secuestrada la información y liberarla como una nube de esporas hasta que, quizá, esa información se transforme en conocimiento.

Hace mucho tiempo que los listados de abajofirmantes no me dicen nada. No me gustan las adhesiones. Prefiero la deliberación. Entre iguales (si no, no es deliberación). Y cuando esa deliberación esté madura, aparecerán sus resultados en la realidad. Son tiempos de guerrilla, me parece. Son tiempos de sentarse a charlar. Si es con malas compañías, mucho mejor.