Nuestro impagable presidente Donald Trump acaba de hacer un descubrimiento importante: gestionar la cosa sanitaria no es fácil. “Nadie sabía que podría ser tan complicado”, ha afirmado con rotundidad ante un puñado de gobernadores en la Casa Blanca.
Eso de arreglar la sanidad en dos patadas es lo mismo que aprender economía en dos tardes, que ponerle objetivos de contrato programa a Atención Primaria en función de la bibliografía disponible o que atribuir a las organizaciones del sector sanitario una vocación participativa irrenunciable asignando taumatúrgicamente al paciente un papel central en el sistema sin perder en el proceso una micra de poder.
Creo que los principales culpables de esta percepción de que gestionar la sanidad es fácil la tienen aquellos que lo han hecho, que lo han hecho bien y que, además, no se han dado importancia por ello: parece que eso lo puede hacer cualquiera. Conozco a un puñado de personas así. Y claro, luego pasa lo que pasa. Cuando se les pregunta ¿y cómo lo hiciste? ¿Cómo pudiste aguantar la presión? ¿Cómo salvaste los muebles con unas reglas de juego que te obligaban a bajar a la arena con un brazo atado a la espalda? La respuesta suele ser exasperante, porque aparentemente da la razón a los filisteos: “Fue fácil”. Cuando la escucho, habitualmente con una media sonrisa y hacia el final del segundo cubata, me acuerdo de los viejos soldados de la Compañía Easy. Y entiendo entonces que la gestión sanitaria se fundamenta en valores, que son lo que da sentido a esos indicadores programáticos que, cuando se pervierten, asfixian la vida.


 

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