Las personas ajenas profesionalmente al mundo sanitario no tenemos ni idea de la complejidad que entraña el funcionamiento de un hospital. Cuando, abocados por la necesidad impuesta por un problema de salud, entramos en contacto con estos mastodontes institucionales, nos quejamos si la atención ha sido deficiente y les echamos un último vistazo agradecido al salir por sus puertas si se nos ha tratado bien. Poco más: cometemos el inmenso error de juzgarlos solo como un bien de consumo por el que pagamos. Como una entrada de cine, un paquete de vacaciones o la revisión anual del coche familiar; con la conciencia nebulosa de no controlar muy bien la relación calidad-precio, independientemente de si ese pago se produce a través de la recaudación fiscal o de una póliza de seguro privado.
Ese asunto no es baladí: porque define nuestra mayoría de edad como clientes de una empresa de asistencia sanitaria o como propietarios-usuarios de un sistema público de salud. Ser ciudadanos o borregos, ése es el fondo de la cuestión. La asistencia sanitaria puede que sea un negocio, pero es mucho más que un bien de consumo. Porque lo intangible forma parte esencial del conocimiento aplicado en su producción y porque el punto de venta final donde aparecen los resultados del negocio es la salud de las personas.
Sin embargo, las exigencias de reducción-control de costes o de aumento de beneficios, según sea el caso, acentuadas en la actualidad, imponen la necesidad de medir la productividad y la eficiencia de los hospitales. Una herramienta fundamental para medir la producción en un hospital, y con la que la ciudadanía debería familiarizarse si quiere saber si está pagando la atención que recibe por lo que vale, es la Unidad de Complejidad Hospitalaria (UCH). Acaba de publicarse en Sedisa s. XXI, órgano de difusión de la Sociedad Española de Directivos de la Salud (Sedisa), un interesante estudio sobre el cálculo de la productividad y la eficiencia en 20 hospitales de la Comunidad de Madrid. El estudio explicita diferencias, a veces notables, entre hospitales: ése es el territorio de la gestión, ahí es donde cabe diferenciar entre hacerlo bien o menos bien.
Debates intrasectoriales aparte, un lector ectópico de ese estudio obtiene al menos una conclusión útil de su lectura: cualquiera puede hacerse una idea, dividiendo el presupuesto del capítulo de gastos corrientes del hospital entre el número de UCH que produce, respecto a cuánto sale la unidad de producción. En cierto sentido, de cuánto dinero estamos hablando cuando un equipo asistencial se pone manos a la obra en un hospital. El artículo de referencia pone un ejemplo, el del Hospital Clínico San Carlos durante 2011. Un gasto corriente de 411.621.735 euros dividido entre 202.246 UCH sale a 2.035 euros la UCH. Cada médico ese hospital interviene anualmente en la producción de unas 150 de esas UCH; cada profesional de Enfermería, en unas 70.
Médicos y enfermeras intervienen en la gran mayoría de los casos en los mismos procesos (con distintas funciones) relacionados con la atención a los problemas de salud de las personas que, en la jerga de la gestión, se terminan luego agrupando en Grupos Relacionados por el Diagnóstico y otros conceptos (oscuros pero explicables con un poco de buena voluntad por parte de quienes los atesoran) ligados a ellos, como el peso de las altas o las mismas UCH: repartir entre esos colectivos el gasto en euros así, a lo bruto, sería un artefacto bastante burdo que no resistiría un mínimo análisis técnico. Pero, indudablemente, darle vueltas a esta idea tiene valor pedagógico. Parece decir: oiga, un respeto. Para los profesionales y para los gestores. Hay poder en esas manos para decidir el destino de mucho dinero. Un poder que, en el caso de lo público, requiere control democrático, el chequeo de la calidad de la justicia distributiva de mis impuestos. Un poder que, en el caso de lo privado, debe tener en cuenta el justiprecio de lo que compro. Y todo ello esboza en la niebla una cierta demanda ciudadana de rendición de cuentas basada en el conocimiento que cada día se hace menos soslayable, tanto desde la óptica prosumerista como desde la conciencia política y el compromiso social.
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