Ilustración: George Catlin, dominio público.
Alfonso Pedrosa. Había algo en la cultura de los comanches que desquiciaba a sus interlocutores euroamericanos. Españoles, franceses, mexicanos, texanos y estadounidenses intentaron una y otra vez durante los siglos XVIII y XIX establecer reglas de juego fiables sobre una base de lo que hoy llamaríamos lealtad institucional. Casi siempre fracasaron. Al final, la expansión industrial de Estados Unidos borró de un plumazo a estos señores de las praderas, ya en franca decadencia, en la década posterior a la Guerra de Secesión. La Historia está llena de casos así: choque cultural, el factor tecnológico, etc. Pero el caso comanche es peculiar.
Pekka Hämäläinen defiende en una curiosa monografía que acabo de leer que los comanches forjaron un verdadero imperio de las praderas que puso en jaque a otros imperios de corte europeo. Yo no me atrevo a decir tanto: no creo que los comanches manejasen esa clase de conceptos. Pero es innegable que su presión sobre la frontera del Suroeste norteamericano fue un factor geoestratégico importante y que, a su manera, lo sabían. Incluso, me abono aquí a la tesis de Hämäläinen y comparto su idea de que el paseo militar que fue para Estados Unidos la guerra con México de 1846-1848 sólo pudo ser posible porque las flamantes tropas enviadas desde Washington irrumpieron en un territorio indefenso e indefendible, mil veces devastado por las incursiones comanches, del que prácticamente sólo tuvieron que tomar posesión nominal.
Había algo en los comanches que desquiciaba a la mentalidad europea: el ejercicio del poder sobre los recursos del territorio, no sobre sus derechos de propiedad. La misma banda de comanches que robaba caballos en un rancho español, no sin violencia ni brutalidad, se presentaba, tranquilamente y en son de paz, unas semanas después, en la feria de un pueblo norteño de México o del noroeste de Texas para intercambiar esos mismos caballos por manufacturas; o incluso armas, para seguir robando caballos con más eficiencia. Ese comercio era posible porque los comanches se relacionaban con personas, no con las instituciones de derecho que representaban a esas personas, y éstas lo sabían. Por eso funcionaba ese comercio y por eso se iba debilitando el sentido de pertenencia de las poblaciones euroamericanas hacia sus respectivas estructuras estatales. Saquear una hacienda ubicada en Nueva Vizcaya no implicaba declararle la guerra al rey de España, ni mucho menos considerar enemigos al resto de sus súbditos; más bien, en muchos casos, todo lo contrario.
No somos comanches, pero, ante el hundimiento institucional, nos comportamos igual. Nos echamos al monte en nuestra desafección pero eso no impide que queramos participar. Abstención y activismo conviven en las mismas personas. Nos alejamos de las instituciones, pero nunca antes hemos sido tan activamente conscientes de nuestra realidad social. Eso desquicia al entramado institucional, que intenta aprender, con desasosiego y prisas, las reglas de ese juego nuevo. Aprender a jugar ese juego empieza a ser importante para instituciones públicas, empresas privadas y organizaciones sociales.
La gente se busca la vida para organizarse, y lo hace cada vez mejor, al margen del viejo mundo institucional; no se busca demolerlo, tan sólo que no estorbe. Algunos llaman a eso innovación social.
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