Alfonso Pedrosa. Acaba de finalizar el I Curso de Extensión Universitaria sobre Salud y Comunidad Rural. A lo largo de las tardes de cinco sábados, vecinos y vecinas de El Madroño, un pequeño pueblo de Sevilla al borde de la cuenca minera onubense, han protagonizado, junto a un grupo de docentes universitarios, profesionales de la salud y algún que otro titiritero de los caminos, un proceso de deliberación compartida real en torno a la manera de vivir la salud y la enfermedad. Fenómeno verdaderamente infrecuente por estos pagos. En la tecnojerga al uso en determinados ambientes, podríamos hablar de un evento de innovación social abierta que ha culminado en un estallido de conexiones interpersonales, articuladas alrededor de un elemento que encierra un potencial de acción de valor incalculable: la toma de conciencia individual desde el acceso al conocimiento.

¿Y cuál es el alambicado algoritmo que ha hecho posible que la experiencia vital y el razonamiento intelectual hayan conectado? ¿Cómo se consigue que se reconozcan como iguales un clínico de prestigio o una investigadora que merodea habitualmente en las revistas del primer cuartil de su especialidad, y un ama de casa del medio rural con estudios primarios? La foto que ilustra este post da muchas pistas: ahí sale un grupo alumnxs inscritos en el Curso con sus certificados oficiales; esos papeles dicen que la Universidad de Sevilla reconoce que han superado con éxito las exigencias académicas propias de esta iniciativa. Ahí están, orgullosxs, con un punto retador, y sonrientes. Podríamos hablar de Ana, que surfea por Twitter. O de Reyes, o de Aurora, que no necesitan Twitter para nada. Podríamos hablar de las personas que desde el backstage han hecho posible y viable esta idea, con una generosidad, una humildad intelectual y una eficacia verdaderamente estremecedoras. Podríamos hablar de los docentes, que creo que se sentirán bien interpretados con este tuit de Javier, el director de estudios del Curso, tras el acto de clausura: "La Universidad somos todos, aunque hemos necesitado 400 años. Gracias a todos".

Algunas de las personas que hemos tenido el privilegio de participar en esta iniciativa pudimos charlar horas después de la clausura en torno a unos vasos, disfrutando del regalo de una buena conversación nocturna. En una de las reflexiones que afloraron se dijo que es posible, incluso probable, que haya quien observe esta experiencia con ánimo de mangarla reproducirla en otros contextos, sin más, buscando conexiones de influencia y poder que nada tienen que ver con lo que ha ocurrido estas semanas en El Madroño; que existe el riesgo de que, si eso acaece, todo se desvirtúe. Es posible. Creo que ese punto de vista no sólo es necesario tenerlo en cuenta: es imprescindible. Habrá que estar atentos. Pero, la verdad, el riesgo del vampirismo no me preocupa: regalamos el algoritmo de esta iniciativa, lo tenéis codificado a lo largo de los posts de Synaptica y en los relatos que han ido surgiendo por ahí, como los relacionados con el hastag #saludrural. Invitamos, a quien quiera intentarlo, a recoger las esporas de esta historia y esparcirlas al viento, a ver qué pasa. No tenéis más que preguntar: en el desvío de la carretera de Sevilla a Aracena, dejando a la izquierda El Castillo de las Guardas, tras once kilómetros de curvas endiabladas, está el pueblo de El Madroño. Buscad la botica del lugar (no penséis en una farmacia megafashion, sólo es un local limpio y pequeño), sentaos al sol en la acera de enfrente y, si tenéis la suerte de ver pasar unas borregas por delante, seguidlas: ellas os llevarán al centro de la innovación social.