Existen pocos mundos más opacos en el entorno sanitario español que el del procedimiento para establecer el aporte de valor de un medicamento a la salud de las personas. Ese procedimiento se basa en una herramienta llamada Informe de Posicionamiento Terapéutico (IPT), esencial para decidir si un medicamento o una indicación, y en qué condiciones, van a estar accesibles a los pacientes. En la elaboración de ese informe, los pacientes, vale decir, la ciudadanía (un paciente es un ciudadano que tiene un problema de salud), están considerados en la práctica meras piezas decorativas: a las asociaciones consideradas de interés se les pasa a consulta un borrador con un plazo de respuesta de diez días, a cuyas aportaciones se les pierde el rastro sin que puedan identificarse en el informe final.
Independientemente de la benevolencia que se otorguen a sí mismas las instituciones de gobierno del Sistema Nacional de Salud (SNS), a estas alturas es fácil que la ciudadanía vea una actitud de desprecio olímpico hacia las personas en el hecho de que sistemáticamente los IPT finales terminen con la coletilla de que las asociaciones de pacientes «han tenido oportunidad de enviar comentarios al documento, si bien el texto final es el adoptado por el Grupo de Coordinación del Posicionamiento Terapéutico».
Es posible que el modelo de financiación de los medicamentos en la sanidad pública española sea sostenible: hay quien dice que con lo que cuestan 50 kilómetros de vías de AVE se pueden pagar los nuevos tratamientos contra la hepatitis C de todas las personas que los necesiten. Desde luego, lo que sí está claro es que ese modelo ya no es institucionalmente viable ni socialmente creíble: ya no funcionan las trampas al solitario ni los cotarros. El proceso de cambio cultural y la crisis económica como una de sus expresiones más dramáticas están redefiniendo las reglas de juego. Y han puesto sobre la mesa la necesidad de contar con una participación ciudadana real en la toma de decisiones. Por ejemplo, mediante la apertura a la ciudadanía de las decisiones sobre las prestaciones del SNS, que se financian con sus impuestos: por qué no un Informe Ciudadano de Posicionamiento Terapéutico (ICPT) ante un nuevo medicamento o una nueva indicación.
¿Están las asociaciones de pacientes o la sociedad en general preparadas para esto, para una participación de ese calado? Los de siempre dirán que no. Pero los de siempre tienen demasiado miedo como para pensar ahora con claridad. Quienes se asoman a las grietas, propias de los tiempos bisagra, abiertas en las instituciones, dicen que sí; de momento, se trata de posiciones consideradas displicentemente como alternativas, periféricas, ingenuas. Pero, ojo: lo alternativo ha dejado de ser marginal, aunque sea indetectable a la demoscopia tradicional.
La participación ciudadana es una transferencia de poder. Y quien tiene el poder nunca lo cede sin resistencia. Antes, para una asociación de pacientes, participar era que te dejasen poner una mesa petitoria en la puerta del hospital. Ahora, participar es conquistar el poder. Con buena voluntad, ganas de formarse y sentido común. Pero es una conquista, nadie va a regalar nada.
El nuevo escenario coloca a la ciudadanía en general y al movimiento asociativo relacionado con la salud en particular ante el abismo de un salto evolutivo: convertirse en dragones indómitos o en lagartijas domesticadas. Despertar para pelear por la continuidad y la redistribución justa de unos recursos que no volverán a ser abundantes en décadas o dormitar en la inercia de lo de siempre hasta que la hucha se quede vacía, administrada en propiedad por otros intereses, quizá legítimos, pero ajenos al relato ciudadano de prioridades colectivas y de control de las instituciones. Lo que se acerca no es un pic-nic. Es una batalla.
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