Alfonso Pedrosa. Dado que de aquí a bastante tiempo no va a haber un duro para nadie, ¿no sería interesante flexibilizar y dotar de sentido y transparencia a la colaboración de la industria del sector farmacéutico con los centros asistenciales públicos a través de una buena legislación sobre mecenazgo? Eso les preguntaba yo hace un par de días a un grupo de eminentes neurólogos que se quejaban de la falta de recursos humanos para plantear una verdadera atención integral a los pacientes con enfermedades neurodegenerativas. Hablaban ellos de la importancia de los neuropsicólogos en los equipos asistenciales y yo me acordaba de los profesionales de este ámbito que solucionan papelones y papeletas importantes en algunos hospitales públicos que conozco, sin estar en plantilla y pagados indirectamente a través de becas de ensayos clínicos promovidos por compañías farmacéuticas.

Mis interlocutores neurólogos me decían que no, que eso no vale. Que si tiene que haber neuropsicólogos, hay que crear esa especialidad  a todos los efectos y dotar a los centros de las correspondientes plazas presupuestadas. Que la industria no está para eso.

Esa misma tarde me monté en un taxi. Durante el trayecto, nos enzarzamos el taxista y yo en la tópica charla sobre lo mal que está todo y que a ver cómo salimos del fondo del estanque. Él hablaba de cómo las multinacionales se deslocalizan, obligadas por la necesidad de reducir costes, y dejan atrás una nube de prejubilados y parados superespecializados en competencias muy concretas (la fresa de la rosca del tapón del depósito de gasolina de un coche), ya incapacitados en la práctica para el reciclaje profesional. También hablaba el taxista de que por estos pagos falta productividad y sobra presentismo porque la cultura laboral española está formateada por los hábitos, buenos y malos, de las pymes: pequeños empresarios que viven en una especie de cinta continua alimentada por la comida de trabajo, que es la raíz del mal de la jornada partida y que para los empleados supone estar pringados todo el día sin más afán que tomarse las cosas con calma como mecanismo de recompensa, para desesperación de quien está poniendo sus redaños y su hacienda en sacar adelante un proyecto empresarial.

Pensé, de vuelta en casa, en que las cosas están cambiando. Precisamente en cuanto a la necesidad de cambiar, de imaginar cosas nuevas. Pensé, también, en el dolor que producen las resistencias al cambio y en el miedo que da asomarse ahí fuera, más allá de nuestra zona de confort. En la presión ambiental que impide, precisamente, pensar.

En el atreverse a salir de la cueva, impelidos por el hambre, poco a poco, husmeando el ambiente en busca de semejantes y de alimento, quizá esté la clave de volver a aprender a cazar. Y de aprender a vivir.