Mis interlocutores neurólogos me decían que no, que eso no vale. Que si tiene que haber neuropsicólogos, hay que crear esa especialidad a todos los efectos y dotar a los centros de las correspondientes plazas presupuestadas. Que la industria no está para eso.
Esa misma tarde me monté en un taxi. Durante el trayecto, nos enzarzamos el taxista y yo en la tópica charla sobre lo mal que está todo y que a ver cómo salimos del fondo del estanque. Él hablaba de cómo las multinacionales se deslocalizan, obligadas por la necesidad de reducir costes, y dejan atrás una nube de prejubilados y parados superespecializados en competencias muy concretas (la fresa de la rosca del tapón del depósito de gasolina de un coche), ya incapacitados en la práctica para el reciclaje profesional. También hablaba el taxista de que por estos pagos falta productividad y sobra presentismo porque la cultura laboral española está formateada por los hábitos, buenos y malos, de las pymes: pequeños empresarios que viven en una especie de cinta continua alimentada por la comida de trabajo, que es la raíz del mal de la jornada partida y que para los empleados supone estar pringados todo el día sin más afán que tomarse las cosas con calma como mecanismo de recompensa, para desesperación de quien está poniendo sus redaños y su hacienda en sacar adelante un proyecto empresarial.
Pensé, de vuelta en casa, en que las cosas están cambiando. Precisamente en cuanto a la necesidad de cambiar, de imaginar cosas nuevas. Pensé, también, en el dolor que producen las resistencias al cambio y en el miedo que da asomarse ahí fuera, más allá de nuestra zona de confort. En la presión ambiental que impide, precisamente, pensar.
En el atreverse a salir de la cueva, impelidos por el hambre, poco a poco, husmeando el ambiente en busca de semejantes y de alimento, quizá esté la clave de volver a aprender a cazar. Y de aprender a vivir.
noviembre 7, 2011 at 12:12 pm
Va de Neurólogos y de taxistas pero,…anda que no hay gremios donde aplicar esta reflexión
noviembre 8, 2011 at 5:33 pm
Me parece a mí, Javier, que aquí vamos a matricularnos todos, de forma masiva y obligatoria, en un máster sobre la vida misma que nos va a quitar muchas tonterías de la cabeza y nos va enseñar, entre otras cosas, nuevas maneras de trabajar. Gracias por tu comentario. Saludos.
noviembre 13, 2011 at 4:58 pm
Suele ocurrir que creemos que nuestra actividad es vital.
Que sin nosotros el mundo se para.
Que es imposible siquiera concebir la vida, sin tener un determinado recurso.
Recurso imprescindible para nosotros.
Absurdo para el resto del mundo.
Para abrir nuestra mente, es necesario hablar con la gente.
Salir a la calle y escuchar lo que nos quieren decir.
Pero de verdad.
Y que esa charla provoque un cambio.
Un cambio en nuestro planteamiento de prioridades.
Quizás, entonces, nos demos cuenta, que realmente no somos tan importantes.
Y que, lo que a lo mejor nos duele más.
Que nuestra actividad tampoco lo es.
Que somos como gasolineras de carretera.
Servimos para repostar a automóviles sin combustible.
Pero el resto pasa y solo saben de nuestra existencia por el cartel de la autovía.
Que lástima dirían algunos.
¡Y una leche!
Porque las gasolineras, ni sabemos que existen coches que pasan raudos a 100 metros de distancia.
Porque nunca se han detenido.
Y posiblemente jamás lo hagan.
Y las gasolineras tampoco se han preocupado de que alguna vez se paren.
Un abrazo.
noviembre 13, 2011 at 8:51 pm
¡Eso es, Dr. Gilbertman, eso es! Creo que esa tenue y molesta sensación de vivir en Matrix que de vez en cuando nos asalta a algunos y que explosiona o implosiona en épocas de crisis es relativamente fácil de explicar: nos enseñaron que la vida era el mercado, que nuestra identidad se definía por nuestro lugar relativo en el mercado, que había que estudiar una carrera con salidas al mercado y que había que comprar cosas con vistas a su revalorización de mercado. Hasta había que tener hijos con vistas al mercado. En un mercado que, paradójicamente, cada vez era más especulativo y menos conectado a la realidad. Por eso me parece tan importante tener en la cabeza esa reflexión que aportas: salir a la calle (xD, ya los vecinos de un mismo bloque nos evitamos para no saludarnos, por no se sabe qué miedos estúpidos) y aprender a escuchar. Ahí, es ahí, donde podremos saber qué necesita la gente y qué puedo aportar yo ante esa necesidad. No, no somos (tan) importantes. Por eso la gran aventura, el verdadero desafío, está en qué puede hacer cada uno para mejorar realmente las cosas. Aspirando a un único juicio de valor, ese que distingue al final entre un ser humano y quien ha dejado de serlo: las lágrimas de pena o los suspiros de alivio cuando te has muerto. Gasolineras de carretera. Qué grande. Qué buen lugar para ver el mundo. Ni Rilke lo habría dicho así. Gracias, Gilbertman. Un abrazo.