cc atribución misma licencia Galería Flickr de Jonathas Rodrigues.

Redacción Synaptica. La información es el combustible de la Red. También lo es el de la ciencia. Sin embargo, en la comunidad científica en general y biomédica-clínica en particular no es infrecuente la desconfianza hacia los contenidos que circulan por Internet. Se suele aducir, desde este planteamiento, que no puede dársele la misma credibilidad a un resultado de búsqueda en Google que al paper publicado en una revista médica de alto impacto. Y es verdad. Bajo cierto punto de vista. Eso invalidaría a la Red como fuente de conocimiento si un resultado de un motor de búsqueda fuese en sí mismo una entidad de la misma naturaleza que un artículo publicado en Science o en Nature, pongamos por caso. No lo son: pertecen a lógicas distintas, aunque tienen muchos elementos en común. La relevancia en Google, articulada en algoritmos de enorme complejidad, tiene que ver con el tráfico, los enlaces y las palabras clave; la relevancia de un artículo publicado en una revista científica tiene que ver, poltergeists aparte, con una deliberación jerarquizada que, curiosamente, rompe la lógica del debate entre iguales, seña de identidad de la comunidad científica. Y de Internet. Esa comparación no tiene sentido en un contexto de red distribuida, donde las jerarquías, gracias a los hipervínculos, saltan por los aires y los entornos de excelencia, que existen, vienen determinados por la adhesión a las propuestas circulantes; una adhesión articulada por el prestigio, no por el control de la información. Además, Googlenet no es Internet: en las profundidades abisales de la Web habitan criaturas fascinantes que no aparecen en las primeras decenas de páginas que ofrecen los resultados de Google, pero con las que es posible contactar a la distancia de un click de ratón si la suerte y la pericia, entre otros factores, ayudan a la navegación.

Hablamos de otra cosa. Hablamos de que el conocimiento científico avanza gracias a la deliberación y el debate libres entre iguales. Exactamente como ocurre en la cultura de la red distribuida, tan antigua como el mundo pero vivificada ahora gracias a Internet. De hecho, si hay algo que le molesta a cualquier investigador serio, pongamos por caso, del ámbito biomédico, es que se le oriente desde arriba el trabajo por una cúpula de mandarines a los que no reconoce como interlocutores válidos o sobre los que tiene sospechas de que se comportan en función de criterios ajenos a la discusión de los datos experimentales. Las revistas científicas y las convocatorias de ayudas a proyectos de investigación están llenos de ejemplos de ello. Tan es así que el prestigio de esas revistas y de esas convocatorias cae en picado si la erosión que ejerce sobre ellas el unfair play no se detiene a tiempo. Una de las consecuencias de este tipo de fenómenos es que el avance del conocimiento se ralentiza: precisamente porque se pone en cuestión la credibilidad de la red de intercambio de información. Así es la ciencia. Y así es también Internet: los intentos por imponer sistemas de peaje en la navegación por la Red sólo esconden detrás estrategias de poder que buscan bloquear el acceso abierto a la información. La diferencia está en que los científicos que se mueven en una cultura tradicional, de red jerarquizada, lo tienen difícil para sacudirse de encima la fiscalización del poder. Por el contrario, los ciudadanos que se han ido a vivir a Internet lo tienen muy fácil: el hipervínculo los ha liberado, no hay que pedir permiso a nadie para conectar con cualquier nodo de la red distribuida.

En el universo tecnocientífico se suele poner en solfa la distribución abierta, sin límites, de toda la información: el argumento fundamental es que la propiedad intelectual impulsa la investigación, porque las expectativas de retornos económicos de las patentes anima a trabajar, a innovar y a aplicar esos descubrimientos. Algunas expresiones de este controvertido asunto pueden encontrarse en determinadas reacciones de la comunidad científica, como el fenómeno emergente de las revistas de acceso abierto y alta calidad, y en determinadas acciones sobre ella, como la presión que ejercen los financiadores de proyectos para que no se publiquen datos susceptibles de ser patentados antes de que, efectivamente, se registre su protección. Ese debate también se ha dado y se da en Internet desde sus inicios. lnternet nació, se desarrolló y existe gracias a la pasión de un grupo de gente de diversa ralea y pelaje a los que unía y une un cierto estilo de vida que tiene unas señas de identidad que se asumen por cada individuo en mayor o menor grado: conciencia de la potencia de la tecnología para catalizar un profundo cambio cultural, voluntad de compartir lo que se sabe y de aprender de los demás por encima del valor crematístico de la información y pasión por la tarea que se tiene delante, percibida como una aventura que compromete la existencia, no como un deber impuesto únicamente por las necesidades nutricias. Así son también los científicos. En el caso de Internet, todo eso ha cuajado en lo que se ha dado en llamar la ética hacker, cuyos desarrollos explican procesos tan fundamentales para entender la vida hoy dentro y fuera de la Red como la eclosión de los gigantes empresariales de la informática en paralelo a las diversas iniciativas relacionadas con el software libre. Linus Torvalds fue y es un hacker. Bill Gates fue un hacker, pero ya no lo es; aunque le gustaría volver a serlo, y de vez en cuando regresa a las andadas, al menos en cierta medida, cuando Microsoft libera algunos de sus productos.

Hay quien piensa que la obsesión por las patentes en el mundo de la investigación biomédica retrasa los avances en el conocimiento científico. En buena lógica, ralentizar la liberación de información a la arena del debate implica que va a haber menos voces cualificadas implicadas en la discusión científica y que el hallazgo de partida va a tardar más tiempo en recibir aportaciones que lo mejoren. Hay quien ha estudiado algún caso concreto, como el de la secuenciación del genoma humano. En Internet, la opción por los diferentes sistemas y niveles de licencias de uso de la información ha resuelto en buena medida ese conflicto y ha evitado, por ahora, que el océano de Red se haya partido en dos, en un mar abierto a la navegación y a sus posibilidades de interconexión y en otro cerrado, propenso al bloqueo y a la coerción. En la Red conviven diferentes paquetes de información bajo grados de protección pensados ad hoc para cada situación: en Internet es posible compaginar la protección de la innovación con el avance deliberativo, compartido, del conocimiento. ¿Por qué alguien no empieza a pensar algo parecido desde y para la comunidad científica? Un escenario en el que una compañía farmacéutica pueda comprometerse de manera viable en el desarrollo de nuevos medicamentos y en el que, a la vez, el trabajo de investigación en abierto pueda ayudar a que esos productos sean mejores y lleguen antes a quienes los necesitan no es una boutade adolescente: es una consecuencia lógica de la nueva cultura de la red distribuida. Y eso no es el futuro. Ya está aquí.