Fotografía: Scott Beale, Galería Flickr de Laughing Squid, algunos derechos reservados.
Alfonso Pedrosa. Uno de los procesos de la vida en Internet que me resultan más apasionantes es el de la construcción de la identidad. En cualquier conversación fuera de la Red, nos presentamos a los demás con un perfil determinado, en función de un contexto que comparten quienes participan en la conversación. En las plataformas sociales más concurridas de Internet, por ejemplo Twitter, también nos presentamos bajo un perfil determinado. Y estamos atentos a la audiencia, a las expectativas de aquellos con quienes interactuamos, a la hora de definir ese perfil. Siempre estamos atentos a la percepción que la audiencia tiene de nosotros. Pero, ¿qué ocurre cuando el espejo es cambiante, cuando las audiencias que nos perciben bajo una identidad concreta son diversas y a la vez coincidentes? Pues lo que ocurre es que se colapsa el contexto. He encontrado una investigación, publicada en New Media Society, interesante a ese respecto.
El estudio en el que he bicheado, I tweet honestly, I tweet passionately: Twitter users, context collapse, and the imagined audience, toma como punto de partida una realidad incuestionable: no somos los demás, y eso significa que nunca sabremos exactamente qué piensa, qué espera nuestra audiencia en una conversación. No podemos hacer otra cosa que imaginarla. Nuestro conocimiento sobre ella es limitado. Eso ocurre dentro y fuera de la Red. Pero, en el caso de Twitter, hay un desnivel, un desconocimiento de la audiencia que tiene que ver con la estructura tecnológica intrínseca de ese sistema de microblogging: la asimetría del juego seguir-ser seguido. Todo eso puede entrar en una espiral que al final derive en la más absoluta ausencia de conversación, en el silencio, porque sea imposible construir un territorio compartido real, válido para todo el mundo a la vez. Es el colapso del contexto.
Las autoras del trabajo en cuestión (Alice Marwick y Danah Boyd, del Berkman Center) manejan un ejemplo con el que he jugado, a mi vez, por mi cuenta: el músico John Mayer , en el momento de redactar este post (los datos varían respecto a los recogidos en el estudio de referencia, publicado por primera vez en julio de 2010), tiene un perfil en Twitter, @johncmayer que tiene 31.474 seguidores y que sigue a 62 personas. No hay un solo tweet en ese TL. Hay otro perfil del mismo John Mayer, el oficial, @johnmayer, destinado a noticias sobre su actividad profesional, con 18.132 followers y que sigue a cuatro perfiles. Actividad: 38 tweets.
Quiero decir: ¿a quién le importa verdaderamente la autenticidad de la interacción? Sí la influencia, pero la interacción, lo dudo mucho; o, al menos, esa no es hierba que crezca en ese territorio con facilidad. No basta con salpimentar un eslogan de venta con un poquito de información personal, del tipo las ojeras me llegan al suelo después de estar toda la noche vendiendo mostachones de Utrera, ¿quieres uno?. En general, sin concretar, la interacción auténtica le interesa… a muy poca gente. De tal manera que las relaciones en Twitter tienen más que ver con el marketing de una marca (muchas veces, una marca personal) que con la comunicación. Que no es lo mismo.
Pero, ojo, esa falta de autenticidad no tiene por qué ser hipocresía. Es simplemente un atributo inevitable de ese tipo de plataformas sociales. El colapso del contexto obliga a imaginar la audiencia, que básicamente queda configurada (con mucha autocensura) por la idea de lo que puedan ver de nosotros nuestros familiares y amigos, nuestros socios y nuestros jefes, todo eso a la vez. Ello explica, además, la proliferación de halcones de la nada que sobrevuelan Twitter y el florecimiento de especies parasitarias de la generosidad de los demás bajo el paraguas de la cultura colaborativa.
Mi tribu, mis fans, mis amigos: así definen la audiencia algunos usuarios muy populares en Twitter, según el estudio de referencia. ¿Lo son? Da igual. No hay más remedio que hacerlo así, que imaginarlo así. Para evitar que no haya nadie al otro lado, hay que imaginarlo.
Conclusión mía, no de Alice Marwick ni de Danah Boyd: la conversación no existe si no hay contexto compartido y eso sólo puede darse entre personas, no entre marcas y personas, o entre celebrities de cualquier ámbito y su audiencia. La única oportunidad que da Twitter a la creación de contextos que hagan posible algo remotamente parecido a conversación es la gestión de listas y, quizá, quizá en ciertos casos, el uso de hastags y, probablemente en un futuro, la transformación de los mensajes directos en un sistema de chat, como alguna vez le he leído a @silviacobo.
Twitter para mensajes masivos y animación de convocatorias de swarming, sí. Charlas informales, con la profundidad que pueden tener las de dos desconocidos dentro de un ascensor o las de dos amigos a la vista de todos, también, siempre que la identidad imaginada de la Red no suplante a la identidad (menos) imaginada de la vida real. No tanto por miedo a la inquisición del Ojo de Sauron que rastrea esos territorios, que también, como por la inexistencia de contexto común válido para todos los agentes que comparten el acceso a un determinado mensaje. Gestión de marcas, corporativas y personales, en términos de mercado de masas, es posible. Creer que lo que ocurre ahí es una auténtica conversación real, no.
Todo este excurso paratecnológico puede ser aplicable a la e-salud, y, en general, al desembarco del sector sanitario en el mundo de los social media, fenómeno en el que Twitter tiene un protagonismo notable. Mi experiencia en estas cosas es sesgada, reducida, muy poco científica y seguro que irrelevante. Pero me dice que primero es la comunidad y luego, la propuesta de interacción, que debe ser cuidadosamente calibrada. Si no, esto no funciona.