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Alfonso Pedrosa. Estoy leyendo estos días La civilización del Occidente medieval (Paidós, 2010), de Jacques Le Goff. Algunas de sus reflexiones sobre la sociedad de la época, especialmente en lo referente a los siglos XI y XII, me han resultado lúcidamente familiares, incluso aplicables a fenómenos de mi contemporaneidad relacionados con el mundo del trabajo, con las maneras de vivir, con las posibilidades abiertas por la Red.

Le Goff habla de nómadas, de gente itinerante que busca cosas nuevas, de caminos viejos que ya no sirven, de rutas secundarias llenas de incertidumbre, surcadas por santos y asesinos, compañeros de viaje y saqueadores. Habla de buscarse la vida. Habla de cambio cultural. A mí me parece que Le Goff me está contando cosas de la historia presente de Internet. Ahí van tres citas, en las que además de estilo y conocimiento es posible que aparezcan resonancias que den pistas, como me ha ocurrido a mí, para aprender a leer la realidad y no perderse entre tanto ruido, dentro y fuera de la Red. (Las negritas de los textos son mías).

"(…) Aunque la mayoría de los hombres del Occidente medieval tengan por horizonte, a veces durante toda la vida, las orillas de un bosque, no hay que imaginarse a la sociedad medieval como un mundo de sedentarios: la movilidad del hombre medieval fue extraordinaria, incluso desconcertante (…). El hecho tiene una explicación. La propiedad, en tanto que realidad material o psicológica, se desconoce casi por completo en la Edad Media. Desde el campesino hasta el señor, cada individuo, cada familia no cuenta más que con derechos de posesión provisional, de usufructo, más o menos extensos. No sólo cada uno tiene por encima a un señor o a un acreedor más poderoso que puede, por las buenas o por las malas, privarle de sus tierras -tenencia campesina o feudo señorial-, sino que el mismo derecho reconoce al señor la posibilidad legítima de despojar al siervo o al vasallo de su tierra siempre que le conceda otra equivalente, a veces muy alejada de la primera. Señores normandos que se trasladan a Inglaterra, caballeros alemanes que se instalan en el Este, nobles de la Isla de Francia que conquistan un feudo, ya en el Mediodía al amparo de la cruzada contra los albigenses, ya en España al amparo de la Reconquista, cruzados de cualquier pelaje que se reservan un dominio en Morea o en Tierra Santa, todos ellos se expatrían sin pesares porque, en definitiva, apenas si tienen una patria. El campesino, cuyos campos no son más que una concesión más o menos revocable del señor y que a menudo los ve redistribuidos entre la comunidad aldeana de acuerdo con la rotación de los cultivos y de los campos, no se siente ligado a la tierra si no es por voluntad del señor de la que se libera de mil amores primero mediante la huida y después mediante la emancipación jurídica. La emigración campesina, individual o colectiva, constituye uno de los grandes fenómenos de la demografía y de la sociedad medievales. En su camino, caballeros y campesinos encuentran a los clérigos en viaje regular o en ruptura con su convento -todo ese mundo de monjes giróvagos contra el que concilios y sínodos legislan en vano-, a los estudiantes en marcha hacia las escuelas o las universidades célebres -¿no dice un poema del siglo XII que el exilio (terra aliena) es el patrimonio obligatorio del escolar?- y a los peregrinos y vagabundos de toda especie (…). Tan numerosos son los que no tienen nada o muy poco que no tienen ninguna dificultad en marchar. Su menguado equipaje cabe perfectamente en la alforja de peregrino. Los menos pobres llevan unas monedas -en aquel tiempo de escasez monetaria- en el bolsillo; los más ricos, un cofrecillo donde encierran lo más valioso de su fortuna, un pequeño número de objetos preciosos. Cuando los viajeros o los peregrinos comienzan a cargarse de un nutrido equipaje -el señor de Joinville y su compañero, el conde de Sarrebruck, parten en 1248 para la cruzada cargados de cofres que transportan en carretas hasta Auxonne y en barcos, por el Saona y el Ródano hasta Arlés- el espíritu de cruzada y el gusto por el viaje desaparecen por completo, la sociedad medieval se convierte en un pueblo sedentario y la Edad Media, época de marchas y cabalgatas, se halla a punto de terminar. No es que la baja Edad Media ignore la vida errante, sino que a partir del siglo XIV, los errantes son unos vagabundos, unos malditos -antes eran seres normales, mientras que después los normales son los sedentarios-. Pero mientras llega ese cansancio, toda la Edad Media itinerante pulula y se halla a cada instante en la iconografía. El instrumento, pronto convertido en simbólico, de esos nómadas es el bastón, el cayado en forma de tau griega, sobre el cual se apoyan al caminar, encorvados, el ermitaño, el peregrino, el mendicante y el enfermo (…). Pueblo inquietante del que la Iglesia y los moralistas desconfían. La peregrinación misma, que camufla de ordinario el simple vagabundeo, la vana curiosidad -forma medieval de turismo-, se hace fácilmente sospechosa (…)". Páginas 114-115.

"La excelente red de las vías romanas ha desaparecido casi por completo, arruinada por las invasiones, falta de cuidados y, por otro lado, mal adaptada a las necesidades de la sociedad medieval. Para este pueblo de peatones y de caballeros, cuyos transportes se hacen sobre todo a lomo de bestias de carga o en carretas arcaicas, para ese pueblo que no tiene prisa -que hace de buena gana un rodeo bien para evitar el castillo de un caballero saqueador, bien para visitar un santuario-, la vía romana, derecha, pavimentada, camino de soldados y de funcionarios, carece de interés. Prefiere ir a lo largo de las sendas, de los caminos, de una red de itinerarios diversos que varían entre algunos puntos fijos: ciudades de feria, lugares de peregrinación, puentes, vados o gargantas. ¡Cuantos obstáculos hay que franquear! El bosque, con sus peligros y sus terrores -pero surcado de pistas: Nicolette, ‘siguiendo el viejo sendero del espeso bosque, llega a un lugar donde se cruzan los siete caminos que atraviesan el país’-; los bandidos, caballeros o villanos, emboscados en un rincón del bosque o en la cima de una roca -Joinville, al descender por el Ródano, observa ‘la Roca de Glun, ese castillo que el rey había hecho destruir porque a su señor llamado Roger se le acusaba de desvalijar a los peregrinos y a los mercaderes’-; las innumerables tasas que gravan las mercancías, que incluso, a veces, recaen sobre los mismos viajeros, en los puentes, en los desfiladeros, en los ríos; el mal estado de los caminos donde se embarranca con tanta facilidad que conducir una carreta de bueyes requiere la competencia de un experto". Páginas 116-117.

"Casi todos los hombres de la Edad Media evolucionan contradictoriamente entre estas dos dimensiones: los horizontes cerrados del calvero donde viven y los horizontes lejanos de la cristiandad entera en la que cada cual puede decidir repentinamente partir hacia Inglaterra, a Santiago de Compostela o a Toledo, como esos clérigos ingleses del siglo XII ávidos de cultura árabe; de Aurillac a Reims, a Vic en Cataluña, a Rávena y a Roma, como hace Gerbert a finales del siglo X; de Flandes a San Juan de Acre, como tantos cruzados; de las orillas del Rin a las del Oder o el Vístula, como tantos colonos alemanes. Los únicos aventureros auténticos, a ojos de los cristianos medievales, son los que franquean las fronteras de la cristiandad: misioneros o mercaderes que recalan en África, en Crimea, o que se adentran en Asia". Página 117.