En determinados ambientes de influencia política y mediática se ha puesto de moda últimamente la reivindicación de la meritocracia, como una especie de vacuna contra la corrupción. El mérito personal como puerta de acceso a la riqueza y al reconocimiento social. Piketty habla de esto en su quizá demasiado conocido ensayo sobre el capital en el siglo XXI y explica que en un escenario donde el gran peso de la economía lo tiene el rendimiento del capital, se generan tales desigualdades que la meritocracia es imposible, poniendo en riesgo la democracia. Este economista francés reivindica como elemento balanceador de esas desigualdades la difusión de los conocimientos, la generalización del acceso a la formación (más que a la información). Todo muy del gusto, como ven, de quienes aún creen en el Estado como principal agente nivelador de la convivencia social. En realidad, es el viejo sueño de la Ilustración pasado por la termomix de la postmodernidad.

Esa reivindicación de la meritocracia me parece necesaria; es más, es indispensable para quienes no tenemos más pedigrí en la vida que nuestras manos y la dotación neuronal con la que cada cual viene de fábrica. Sin embargo, al menos en el entorno social en el que me muevo, la debilidad de la meritocracia no es sólo culpa del poder que aún detenta ese puñado de familias que se hicieron ricas con la neutralidad española durante la I Guerra Mundial. Preguntando a personas que no han leído a Piketty pero que se dedican a buscarse el sustento cada día como saben y pueden en los más diversos ámbitos, me señalan dos ingredientes en este guiso social y económico.

Por un lado, antes de hablar de la educación como ascensor social de los hijos, en España hay que enseñarles eso mismo a los padres: la precariedad económica de las familias las lleva actualmente a comportarse como unidad de subsistencia donde todos los recursos se ponen en común; esto es, la beca de estudios del hijo o la hija que saca buenas notas se diluye en el puchero, no se gasta en libros ni en tiempo para estudiar. Si a ello sumamos el efecto deletéreo de haber despreciado y desprestigiado en España la Formación Profesional en aras del acceso general a un paraíso universitario que ha llenado las barras de los bares de copas de licenciados y doctores haciendo de camareros, es poco menos que imposible que en las familias se entienda la utilidad del sacrificio por la educación.

Por otro lado, la meritocracia encalla una y otra vez en la corrupción capilarizada. Y esas realidades germinan mejor en unos terrenos que en otros. Vale decir, la corrupción es cuento viejo y universal que generalmente, para cesar, ha requerido de la aparición violenta de reformas, desastres, revueltas y revoluciones.

La corrupción en las instituciones públicas funciona bajo el juego de la oferta y la demanda (todo muy capitalista, by the way), desde el desfalco más escandaloso al cuñadismo más leve en el último escalón administrativo: todo depende de lo apetitoso que resulte trabajar en lo público y de cuánta gente quiera hacerlo. La meritocracia solo es posible cuando no hay interferencias, aunque ello puede conducir a trasformar una comunidad en un país de funcionarios.

El ámbito de lo privado tampoco es en España precisamente el edén de la meritocracia: el dulce nepotismo es siempre más atractivo que la productividad. Hasta que llegue el momento de evidenciar obligadamente que, o se produce más, mejor y más barato, o se echa el cierre. El déficit de productividad se ve mucho antes y mejor, por razones obvias, en una pequeña empresa que en una compañía multinacional. La necesidad de adoptar decisiones urgentes al respecto, también. Lo que ubica el escenario ideal de la meritocracia en las pymes, vaya por Dios, porque es en las pymes donde la urgencia de la productividad se impone a los lazos de conveniencia familiar, política o cualquier otra clase de afinidad; a condición, claro, de que no haya dopaje empresarial. Parece, pues, que la saludable reivindicación de la meritocracia solo es posible en escenarios donde efectivamente el mérito sea el gran factor diferencial que asegure, paradójicamente, la pervivencia real del capital. A ves miro a mi alrededor y, la verdad, me cuesta dar con esos escenarios.

Para todo lo demás, quizá lo más práctico sea buscarse un padrino.


 

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