Fotografía: galería Flickr de 401K (2012). Algunos derechos reservados.
Alfonso Pedrosa. Que venía yo pensando en mis charlas con Odoacro y me parece que podríamos avanzar un poco más. Sobre la suficiencia de la financiación del Sistema Nacional de Salud. No me voy a adentrar en la endiablada fontanería de los flujos financieros entre los diferentes nodos de gestión que mantinenen en tensión la precaria red descentralizada de la gobernanza del sistema. Sólo voy a recordar aquí un hecho: el gasto público no va a incrementarse en términos absolutos, por razones de coyuntura y de la filosofía política incrustada en el discurso dominante global. El gasto público total no va a incrementarse, pero sí puede crecer el gasto público sanitario. Me explico. Una de las ecuaciones más cabronas que se han planteado en el contexto de la reforma sanitaria en España es la que vincula como vasos comunicantes el gasto sanitario público con el privado: el primero lastra la economía productiva y el segundo la relanza. No es exactamente así, pero así se ha contado. Subir el gasto público es inaceptable porque ello iría en detrimento del crecimiento económico. Pues no. No tiene por qué ser así. El gasto sanitario público puede subir sin que salten las alarmas de la contención del déficit si se reorganiza el reparto de su peso relativo en los presupuestos generales del Estado y de las comunidades autónomas. En plata: quite usted dinero de una partida y póngala en la cuenta del sistema sanitario público. Este planteamiento no es nuevo, claro que no. Lo que ocurre es que ni se le ha explicado a la gente ni se le ha dado la oportunidad al personal para que efectivamente decida dónde quiere que se gasten sus impuestos. Lo que conduce, a su vez, a un lugar conceptual que está cogiendo vuelo últimamente: el gobierno abierto. En España es algo relativamente nuevo, pero hay países, como Gran Bretaña, donde hace ya tiempo que eso forma parte de la cultura pop.
El gobierno abierto es una doctrina política, una ideología. Es posible que benefactora, pero una ideología. Puede ayudar a reforzar determinadas estructuras asociadas a la representación institucional en las sociedades democráticas, pero su objetivo directo no es el cambio cultural. Quizá el gobierno abierto, por su apoyo a la democratización del acceso a los datos públicos y su aceptación de la participación, facilite el proceso de transición cultural que define estos tiempos y que tiene en Internet su principal catalizador tecnológico. Pero, per se, el gobierno abierto no es el cambio cultural. No es una meta, sino un punto de partida. Uno de los posibles. Probablemente muy válido, pero no el único. El gobierno abierto puede servir a los gestores de la cosa pública a resolver sus problemas de adaptación a la sociedad red, pero eso no significa que esa estrategia sea percibida desde el mismo ángulo, en los mismos términos, por los usuarios de los servicios públicos. En un contexto de refundación adaptativa del Sistema Nacional de Salud, las iniciativas de gobierno abierto no son la solución. Pero sí pueden ayudar a que aparezcan soluciones. Porque son instrumentos para mejorar la calidad democrática de la gobernanza real del sistema. Si el gobierno abierto no sirve para que los ciudadanos puedan influir directamente en la toma de decisiones sobre la distribución presupuestaria del gasto público, es que no sirve para nada.
Y, en paralelo, será necesario un esfuerzo gigantesco de alfabetización social: habrá que poner en manos de la gente las herramientas necesarias que permitan no sólo acceder a la información, sino transformarla en conocimiento para tener capacidad real de decisión. ¿Quién se atreve a eso?
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