Fotografía: Galería Flickr de Rafa Zubiria. Algunos derechos reservados. Vídeo en Vimeo.
Alfonso Pedrosa. Hace poco, charlando con mi amigo Juanjo (un tipo que debería estar prohibido por su independencia de criterio), salió en la conversación el tema del poder de las oligarquías como mecanismo de sujección social. Es un ámbito que Juanjo conoce en profundidad como investigador y, en el juego de la charla, me pasó un artículo académico suyo, de hace ya algunos años, publicado en la Revista Española de Investigaciones Sociológicas. El texto en cuestión lo tenéis accesible en este enlace de Slideshare y aborda el (para mí) complicado asunto de la representación de intereses ante las autoridades públicas. Ciertas conclusiones a las que he llegado me han dado miedo. Otras, me han confundido más de lo que ya estaba. Y otras, me han dado esperanza. Creo que tiene interés compartirlas en abierto, al menos para identificar claves de debate que quizá ayuden a entender qué pasa cuando sobre el tapete de la agenda social y política aparece una propuesta no corporativa. Pero, sobre todo, qué puede pasar cuando las personas asumen un cierto compromiso de intervención sobre la realidad. Cuando Matrix se resquebraja. Cuando la toma de conciencia provoca un cortocircuito en los sistemas de control.
Juanjo parte en sus reflexiones de la descripción de los procesos de representación abierta. Hay intereses colectivos que no tienen una organización que los defienda en el escenario previsto por las instituciones democráticas y quedan ocultos al debate público. Sin embargo, la voz de un individuo, expresando un caso concreto, puede ser también la expresión de un interés colectivo: es la representación abierta. El artículo de referencia cita algunos ejemplos de ello: el estudiante que protesta por el impago de su beca, un preso que denuncia malos tratos en la cárcel donde está internado o un paciente que se queja de las deficiencias de un servicio sanitario están planteando una reivindicación individual que, además, expresa un interés de todo un grupo de personas, más o menos amplio. Hasta aquí, queda claro el porqué del valor que le atribuyen las instituciones a esas voces individuales: para los centros de control institucional, son indicadores valiosos que, más allá de la estadística, ayudan a tomar la temperatura social de un determinado sector y a decidir en función de la potencia erosiva, fortalecedora o, en general, transformadora, que se le asigne a ese fenómeno. Eso son las encuestas de satisfacción, el análisis de las hojas de reclamaciones e, incluso, las tímidas ventanas al exterior que las instituciones (entre ellas las del mundo sanitario) están abriendo para aprender a escuchar, no vaya a ser que un buen día se encuentren con que su discurso y el de la gente son dos realidades sin nada en común. Y adiós, entonces, a la legitimidad social o a los beneficios de mercado, según el caso.
Y a partir de aquí es donde, a través de la maraña de mi desconocimiento de los arcanos de la ciencia social, entreveo cosas que me hacen pensar. En las sociedades formateadas por la matriz de la democracia liberal, de corte representativo parlamentario, las grandes decisiones están colectivizadas: unos pocos deciden por muchos. De tal manera que esas decisiones (fundamentalmente, aunque no solo, mediante la actividad legislativa) terminan creando intereses colectivos. Vale decir (otro ejemplo del que tira Juanjo en su artículo), las normas sancionadoras en materia de tráfico en carretera terminan creando un interés colectivo en torno a las repercusiones de las mismas, en forma de multas o de pérdida de puntos de carné. Y aparecen entonces, en algunos casos, organizaciones que defienden esos intereses; por ejemplo, una asociación de conductores. Ergo, en realidad, son quienes controlan esas decisiones quienes deciden, a su vez, qué es el interés colectivo. Esto es, son los decisores delegados por los ciudadanos para la gestión de la agenda pública quienes terminan creando los contenidos de esa agenda pública y, por tanto, la expresión de las prioridades colectivas de eso que se ha dado en llamar ciudadanía. Más allá: la misma existencia de intereses colectivos inducidos por esas instituciones encargardas de la gestión de la representación genera a su vez la creación de organizaciones que los defiendan. La oferta institucional crea la demanda del interés colectivo y no al revés. Si esto es así, es posible que nadie esté pensando en que quizá haya intereses públicos que no es que no existan: es que no se ven. Lo que se ve no es todo lo que existe. Hay un magma invisible que late bajo la superficie de la corteza política y social, donde rige la triple hegemonía de las instituciones gestoras de la representación, de las organizaciones especulares de los mensajes institucionales y de su correspondiente envoltura mediática. Y nos lo estamos perdiendo.
Se empieza a intuir entonces, detrás de todo ese entramado, un territorio invisible, pero real. Porque las personas afectadas por las decisiones colectivizadas generadoras a su vez de intereses colectivos no siempre crean organizaciones: no hay expresión de ese debate en torno a esos intereses. Según la terminología del artículo de referencia, están una zona de insensibilidad.
Por otra parte, las entidades que surjen para expresar intereses colectivos en diálogo cerrado con las instituciones terminan cayendo en una suerte de cautividad: el alineamiento simétrico con las instituciones de las que son espejo hace que, con el tiempo y el desplazamiento de las inercias de la interlocución, esas organizaciones terminen por no responder a los intereses colectivos expresados en su origen. Hay asociaciones profesionales, de vecinos, de pacientes o de aficionados al mus, lo mismo da, que ejemplifican ese proceso de manera muy elocuente.
Hay intereses silenciados porque quienes querrían expresarlos no tienen herramientas para ello (gap de conocimiento), porque no superan los frenos sociales (desigualdad ciudadana funcional), o, quizá, porque esos individuos no vivan en trabazón grupal. En consecuencia, si se ponen a disposición de la gente herramientas de formación (más que de información), se desatascan frenos sociales y se favorece la creación de redes, es posible que emerjan intereses colectivos ocultos u ocultados.
El problema de este planteamiento benefactor es que las vías individuales de conexión con lo institucional (tribunales, relaciones ordinarias con la Administración, parlamentos, servicios de atención ciudadana, medios de comunicación, servicios especiales de corporaciones diversas) tienen límites y son demasiado inespecíficas. No están preparadas para la comunicación interpersonal. Lo esencial se pierde en el mensaje de vuelta, en el retorno. La zona de insensibilidad sigue bloqueada. Y al final, termina entendiéndose como evidente que la única salida prevista por la democracia liberal para la interlocución ciudadana es la institucionalización de la expresión de los intereses. Las asociaciones. Los partidos políticos. Las corporaciones. El grupo. No las personas.
El razonamiento termina de cerrarse cuando se examina con detenimiento el perfil de las personas que en un determinado momento abanderan procesos de representación abierta. Juanjo denomina a esas personas en su artículo sujetos intensos: son quienes asumen, sin buscarla, la representación del interés colectivo. En virtud de ello, las autoridades les confieren cierta capacidad de poder, una ilusión de poder, sobre el interés colectivo. Son los líderes. Y una vez más, la inercia de la interlocución institucional conduce a la domesticación del líder, a proyectar zonas de sombra sobre los intereses cuya defensa una vez situó a esa persona bajo los focos de la atención institucional. Por eso la gran tragedia de la deriva asamblearia de las organizaciones que quieren escapar de esa lógica es que termina generando delegados, interlocutores estables, válidos, y luego líderes, hasta encerrarse en la institucionalización. Queda trazado, así, un bonito círculo vicioso.
¿Cómo escapar de la ratonera? Cultivando el precipitado que dejan los procesos informales de deliberación mantenidos en el tiempo o retomados una y otra vez de manera intermitente (de ahí la importancia de los blogs sobre otros escenarios de expresión de la Red). Ese proceso va conformando un suelo, una plataforma de intervención, que se expresa en fenómenos de swarming, de acciones-enjambre, que por su propia naturaleza escapan al circulo vicioso de la institucionalización (al no tener líder ni molde prediseñado, poseen la versatilidad imbatible de una ameba) y obligan a las organizaciones formales a replantearse sus respectivas agendas. Es en esos nuevos contextos donde empiezan a construirse otras prioridades, estrategias diferentes, otros relatos de la realidad. No necesariamente en contra pero sí desde luego al margen de las instituciones. Son territorios montaraces y minoritarios, alejados de la agenda de la normalidad. Son el hogar natural de los exiliados, de quienes viven en el bosque. Pero en su autenticidad marginal hay esperanza. Porque generan sentido.
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