Sacar los fantasmas a pasear es, en ocasiones, vivificante. Ahora toca el asunto de la falta de médicos en el SNS. Los médicos de dentro de muy poco, prácticamente ya, van a ser los más poderosos de la historia reciente: serán ellos quienes elijan a su empleador, y no al revés. Los gestores del sistema público han gobernado demasiado tiempo pensando sólo en el rédito electoral (qué pone contentos a los votantes) y han descuidado el cultivo de algo esencial: el sentido de pertenencia de los profesionales a una organización pública, vinculado a la noción de compromiso personal con una conquista social innegable; la que hace posible el acceso a la alta tecnología diagnóstica y terapéutica en función de la ciudadanía, no de la renta. Los médicos empiezan a largarse a pastos más refrescantes, donde se les llame señor doctor, no se les considere máquinas expendedoras de recetas y se les deje organizar su trabajo conforme a objetivos asistenciales no necesariamente coincidentes con la conveniencia política del momento. O, simplemente, donde se les pague mejor: en Portugal se cobra el doble y no se ven más de 20 pacientes en una mañana en un centro de salud. A costa, claro, de la existencia de tickets moduladores de acceso a las consultas que pagan los pacientes: pero eso, técnicamente, es irrelevante.
Los médicos españoles ya no van a seguir a ningún flautista de Hamelin que les toque la milonga del sacerdocio asistencial. Empiezan a olfatear que son, de nuevo, imprescindibles, y van a hacerse querer. Van a cobrarse, uno por uno, cada latigazo sufrido en las espaldas de su orgullo de chamanes cuasidivinos de la tribu, antes de acallar sus aullidos con euros nuevos y crujientes de curso legal.
Sembrar incoherencias tiene eso, que la gente ya no ve líderes, sólo capataces de esclavos. Incoherencia es la porosidad existente entre los niveles directivos de lo público y lo privado: un consejero autonómico cesa y se va a trabajar a la industria farmacéutica; un carguete ministerial deja de ser útil y se le reubica en una consultoría que luego factura a ese mismo departamento gubernamental; un gerente de hospital, persistente martillo de herejes discrepantes, se cansa un buen día y ficha por una clínica privada; un adalid de Alma Ata acaba comprendiendo que la revolución nunca madruga y termina de asesor áulico de cualquier lobby corporativo-empresarial. Incoherencia es desplegar una cultura de derechos infinitos ante los ciudadanos sin intervenir sobre las causas de las desigualdades en salud. Incoherencia es ignorar que la epidemia de obesidad tiene que ver con el precio de la fruta en el supermercado, que los excesos de mortalidad por altas temperaturas en verano están relacionados con el número de hogares habitados por mayores de 65 años que tienen aire acondicionado, que cierta patología psiquiátrica y la precariedad laboral van de la mano y que una analítica de colesterol total es más barata que un estudio diferencial.
Ofrecer satisfacción de expectativas sin más señas de identidad que las de la cultura del consumo acaba por impregnar de cinismo todo el sistema. Un cinismo que se ha ido instalando desde arriba, con la complicidad de los de abajo y el miedo cerval a enemistarse con los votantes-usuarios-pacientes-clientes, olvidando algo de sobras conocido: que entre el despotismo más o menos ilustrado y la barra libre con pólvora del rey hay un abismo. El abismo de la honestidad. A nadie puede extrañarle que la credibilidad de los argumentarios políticos de la sanidad pública esté por los suelos. Y quizá no vuelva a levantarse en mucho tiempo. O nunca, tal como está la cosa Volkenstein y la transformación sibilina de los servicios públicos en organizaciones de interés general.
El último, que apague la luz. La factura de la fiesta la pagarán los de siempre. Y lo triste es que lo harán de buen grado.
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