Por un lado, están los ingenieros del sistema, que operan sobre las organizaciones desde una perspectiva política. La perspectiva política en la gestión posee, en las sociedades democráticas, legitimidad de origen: porque democracia no es tecnocracia. El conocimiento aplicado desde este punto de vista genera una ética que se articula alrededor de la idea de que el bien común es superior al bien particular; la objetividad aparece ahí como aspiración propedéutica de la gestión, aunque haya que llegar a esa objetividad a través de la manipulación más o menos torticera de la naturaleza de las cosas. Cuando esa ética interviene en la realidad del sistema, se impone como única verdad.
Por otro lado, están los operarios cualificados del sistema, que mantienen en funcionamiento las organizaciones desde una perspectiva cultural artesana, basada en la experiencia subjetiva y en los intentos de superación no traumática de la variabilidad propia de esa experiencia subjetiva. La perspectiva práctico-profesional en la gestión posee, en las sociedades democráticas que reconocen el valor de la meritocracia, legitimidad de ejercicio. El conocimiento aplicado desde ese punto de vista genera una ética que se articula alrededor de la idea de que sólo desde el bien particular es posible trabajar por el bien común. Cuando esa ética interviene en la realidad del sistema, se impone como única verdad.
Dos planos, pues (el del diseño del modelo y el de su desenvolvimiento cotidiano), generan sendas derivas éticas; cada una con su propia coherencia interna, cada una con su autopercepción de ser verdadera. Ambas legítimas y legitimadas. Cada una con su derecho a ser reconocida como la columna vertebral de la organización asistencial. Las dos, contradictorias cuando dejan de ser paralelas y confluyen en una determinada intervención sobre la realidad del sistema. E implacables con la disidencia cuando una de ellas cuestiona la mera existencia de la otra.
Cuando emerge el conflicto entre ambas perspectivas, hay actores en ese terreno de juego expertos en ponerse de perfil, supervivientes natos; tanto les da lo que sea, siempre que su zona de confort no se vea excesivamente cuestionada. También hay fanáticos, que actúan cada día desde el daltonismo más absoluto, imbuidos de cierto mesianismo producto de un notorio exceso de discurso y de una falta escandalosa de conexión con la vida. Ni quienes se ponen de perfil ni los fanáticos sufren realmente con el proceso de fricción en ese escenario de la doble verdad. Sí sufren, y mucho, quienes están abiertos a la duda, quienes encuentran razonables determinados aspectos de una u otra perspectiva cultural. Son los hegelianos del sistema, que sueñan dentro de ese juego dialéctico con una síntesis superadora que nunca llega.
Hay una tercera opción: atreverse a pensar fuera de la caja, salirse del tablero. Eso, precisamente, es lo que hizo Tomás de Aquino en su relectura de Aristóteles a través de Averroes. Irse fuera. En la propuesta del iniciador de la Alta Escolástica, Fe y razón no se oponen. Ambas parten de un mismo punto de vista originario: los preambula fidei, los caminos de acceso a la fe desde la razón. La puerta a la definición de la identidad humana como fuente de legitimidad.
Muchos de los avatares de la gestión actual de los sistemas públicos de salud tienen que ver con esa doble verdad averroísta: la ética de la planificación del modelo desde la delegación de la gestión del bien común a través de la política, la ética de la autonomía profesional tensada hasta más allá de los márgenes de seguridad del sistema. Y, como en el caso de la revisión tomista de la filosofía aristotélica desde los comentarios de Averroes, ambos planteamientos parten de un mismo punto de vista originario: las preguntas relativas a cómo mejorar la vida de la gente en el ámbito de la salud. Para la ética del diseño político del modelo, la gente son los votantes. Para la ética del diseño subjetivista-profesional del modelo, la gente son los pacientes. Y, sin embargo, la gente es mucho más que votantes o pacientes; la gente, sobre todo, son los ciudadanos. Los verdaderos propietarios del sistema. Pues eso: ¿por qué no se le pregunta a la gente cómo quiere que le mejore su vida el sistema público de salud? Eso, ni más ni menos, en un lenguaje políticamente correcto, se llama participación. En román paladino, transferencia de poder. El poder se transfiere desde quien lo tiene hacia quien no lo tiene. ¿Alguien se atreve?
PS: que me perdone Averroes, que nunca defendió la doctrina de la doble verdad, aunque haya tenido que cargar históricamente con ese mochuelo; si acaso, hizo algún juego malabar con el lenguaje para quitarse a los fanáticos de encima.
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