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Intelectuales (por fin)

Ilustración: galería Flickr de PropagandaTimesAlgunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. Por fin. Lo echaba de menos desde hace tiempo, pero ahora más que nunca: por fin alta dotación neuronal inteligible al servicio del debate sanitario español. Y ya la he encontrado: intelectuales (no sicarios) hablando de gestión sanitaria en serio, en un contexto compartido y abierto, fuera de los cenáculos de la tribu. El blog Nada es gratis, de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada nos ha hecho un gran favor a quienes andábamos desesperados por encontrar voces claras, serenas y no necesariamente coincidentes en mitad de tanto ruido y furia sobre la viabilidad del SNS en España: posteos seriados desde distintos puntos de vista y sensibilidades, merced a los buenos oficios de Sergi Jiménez.

Me gusta lo que dice Juan Oliva en su post sobre la necesidad de un debate informado. Estoy agradecidísimo a Salvador Peiró y a Ricard Meneu por algo tan sencillo como publicar una tabla clarita (incluso apta para indocumentados como yo) sobre la comparación gestión directa versus concesión en la Comunidad Valenciana. Me resulta absolutamente imprescindible, como plantea Vicente Ortún, que se hable de déficit de legitimidad social y transparencia, no sólo de déficit económico. He flipado (otra vez, ya es como de la familia) con las aportaciones de Beatriz González López-Valcárcel sobre el pan para hoy y hambre para mañana de la privatización. Y a los murcianos Fernando Sánchez y José María Abellán por aclararme de una vez por todas de qué va eso de la Private Finance Initiative, la famosísima PFI, en términos prácticos. La serie culmina con una pequeña joya de bisutería colmillera¿Por qué lo llaman gestión privada cuando quieren decir desfuncionarización?. Diosss, Google me va a penalizar por meter tanto enlace en un solo post, pero, rayos, un día es un día.

Sería incapaz de mantener un punching dialéctico en ese terreno con ninguna de las personas mencionadas. De lo que he entendido de sus reflexiones, con algunas de ellas estoy de acuerdo, y con otras no. Pero todas me han transmitido una cierta esperanza en que los mongoles no tienen por qué entrar inexorablemente en Bagdad.

¿Te falta Deanxit?

Fotografía: galería Flickr de neofedexAlgunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. Algunas señoras mayores de mi barrio están al borde del motín porque les falta Deanxit, "esa pastilla que cuando se me viene la casa encima, me la tomo y oye, me anima, ya es otra cosa: una puede salir a la calle y atender a sus cosas con otra cara".

De unas semanas a esta parte, no hay quien encuentre Deanxit en las farmacias de por aquí. Según la Agencia Española del Medicamento, existe un problema de suministro que se resolverá vía importación y que debe estar resuelto a primeros de marzo. Mientras tanto, he bicheado por curiosidad y parece que el medicamento falta al menos en lugares tan diferentes como MadridCastilla-La ManchaJaén o Sevilla. Y las voces de aviso y las preguntas de los pacientes han empezado a circular por la Red.

Seguro que el asunto se resuelve pronto y que no veré a las masas furiosas y enloquecidas por el síndrome de abstinencia asaltando boticas ni quemando contenedores por las calles. Pero esa anécdota, en un tiempo en el que las categorías se están yendo por el desagüe, me ha hecho pensar. Deanxit es un medicamento conocido (licencia en España de 1972, renovada en 2007), barato y presente, entre otros países (traigo aquí el ejemplo inevitable), en China. Quiero decir que probablemente sea un producto clásico tirando a antiguo pero seguro, accesible e implantado en el mercado. Y que cuando falta, se nota. Por otra parte, estamos hablando de un medicamento que actúa en el sistema nervioso central, no es ninguna chuchería (por eso, supongo, se dispensa o se debe dispensar bajo receta).

Hemos incorporado a nuestra vida tecnologías complejas (los antidepresivos y los neurolépticos lo son) y sentimos miedo cuando desaparecen de nuestro entorno cotidiano. Imaginemos un mundo sin medicamentos y despertaremos en mitad de Mad Max.

 

Se buscan tecnólogos con alma y poetas del código

 
Alfonso Pedrosa. Teníamos muchas ganas de contar muchas cosas y el hipertexto nos salvó la vida. Queríamos abrir una ventana al mundo por la que asomarnos y a través de la cual recibir aire fresco y BloggerWordPress o Besbello (la criatura de @drzippie que más me gusta) nos lo pusieron muy fácil. Necesitábamos una superficie de aterrizaje e interconexión y los hubs de la Red nos dieron un lugar a cambio de información sobre nosotros mismos.
 
Hubo un tiempo en que ni siquiera se nos ocurría preguntarnos quién mantenía vivo al Leviatán bonachón del ciberespacio. Hubo una época en la que en nuestros lugares de trabajo, en nuestras organizaciones asistenciales, en nuestras instituciones de gobernanza, nos cruzábamos con unos seres extraños que hablaban en klingon y a los que pedíamos ayuda cuando el ordenador se atascaba o se nos metía un virus en las entrañas del email, y a los que no hacíamos mucho caso una vez resuelto el marrón.
 
Hubo un tiempo en que incluso los mirábamos con desconfianza y miedo: eran los amos del calabozo, los aduaneros de hierro de la seguridad en el tráfico de información.
 
Pero eso ha cambiado. Hoy los necesitamos, como ayer, pero de otra manera. Son nuestros chamanes. Ahora que hemos entendido que la tecnología es un catalizador de los cambios culturales, anhelamos su complicidad. Queremos desesperadamente que nos entiendan, que nos quieran, que nos acompañen.
 
Realmente, yo no sabría qué hacer sin ellos. Ellos ven dentro de Matrix. Conocen el camino a Sión. Saben lo que hay detrás de una bonita y pesada interfaz. Si se les escucha, oiremos latir su corazón humano bajo la carcasa del experto informático y del desarrollador web, podremos hundir las manos en el montón de oro hacker que atesoran en sus reservorios éticos. Podremos transformar en habitable la arquitectura de la información. No es verdad que a un informático le dé igual ocho que ochenta. Sólo hay que dejarle hablar. E interesarse por la poesía que encierran los bytes.
 
Hoy se buscan tecnólogos con alma y poetas del código. Porque los necesitamos para reescribir el mundo.

DSM-5, una oportunidad para hacer las cosas bien

 
Alfonso Pedrosa. En mayo de 2013 verá la luz la nueva versión del DSM de la Asociación Americana de Psiquiatría (APA), el manual diagnóstico y estadístico de referencia internacional entre los profesionales de la salud mental. El manual abandonará la nomenclatura de números romanos para referirse a sus sucesivas versiones; íbamos por el DSM IV y vamos a pasar al DSM-5, denominación al parecer más cibercool. Pero habrá más cambios. Mucho más importantes que el etiquetado de esta suerte de prontuario universal para clasificar las patologías mentales. Cambios que, en el fondo, nos afectan a todos.

A nadie se le escapa que la inclusión o exclusión de determinados criterios en la definición, clasificación y abordaje de las diferentes patologías psiquiátricas implica notables consecuencias asistenciales y económicas. Un verdadero campo de minas que afecta directamente a una materia altamente sensible: la normalización de la vida de las personas que sufren enfermedades mentales. Eso explica que la redacción del DSM-5 haya sido un proceso lento, que empezó a plantearse en 1999 y que está a punto de culminar. La misma APA ha mostrado desde el primer momento un gran interés en recoger aportaciones y elementos de debate de las más diversas procedencias, canalizados a través de una web específica del desarrolllo del proyecto.

Lo que se sabe por ahora del DSM-5, que es bastante, apunta a cambios en diagnósticos tan dispares como el síndrome de Asperger, el trastorno bipolar o el trastorno de identidad de género, y a la inclusión de propuestas de nuevos diagnósticos en ámbitos como la depresión y las disfunciones en la conducta alimentaria. Puede accederse a información resumida sobre el proceso de redacción y los debates más relevantes en torno al DSM-5 en la wiki abierta al respecto en Wikipedia.

Algunos de los aspectos más polémicos de la redacción del nuevo manual vienen apareciendo en los medios de comunicación de manera episódica, como el reportaje del Washington Post en el que se aborda el posible conflicto de intereses de algunos panelistas del DSM-5 ó el de Ñ, el sumplemento de cultura de Clarín sobre el poder de mercado que contiene el mismo hecho de definir de qué le pasa a un paciente. Incluso hay voces profesionales en todo esto, como la de Javier Jiménez en El Dronte, que hablan de fenómenos de captura de regulador cuando en el DSM-5 se plantea la inclusión del duelo en diagnósticos susceptibles de tratamiento con antidepresivos. Asociaciones de pacientes relacionadas con el autismo se interesan por el nuevo manual y la comunidad transexual más activista también está atenta a algunos cambios que siente que la afectan por el flanco de la disforia de género.

De aquí a unos meses es previsible que los medios de comunicación generalistas y especializados empiecen a hacerse eco de los cambios en el DSM-5. Las autoridades reguladoras, los servicios de salud, la industria, la comunidad clínica y el mundo asociativo tendrán mucho que decir. Sería una pena que los mensajes que empezasen a proliferar al respecto tuvieran que ver con paridas relacionadas con el gen de la tristeza, historias de miedo sobre la industria insaciable, la medicalización de la misma puta vida o escaramuzas tardoescolásticas en el poliédrico mundo médico-científico y asistencial. Pero eso ocurrirá dentro de unos meses. Todavía hay tiempo para pensar cómo se va a explicar a la gente el DSM-5. Eso abre una oportunidad, una de las pocas que van quedando, para hacer las cosas bien. Por la propia viabilidad de los diferentes agentes del sector y por respeto al sufrimiento de las personas con problemas de salud mental.

 

Los ancestros

Fotografía: galería Flickr de stefg74Algunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. Gracias a Miguel Moya, investigador al que vampirizo de vez en cuando a través de una lista de RedIris, he sabido de The Well, probablemente la comunidad virtual viva más antigua de Internet. Fundada nada menos que en 1985, su historia es una de las más apasionantes de la Red y, sobre todo, forma parte de la biografía ancestral de quienes buscamos por estos territorios nuevas formas de respirar.

Quienes fundaron The Well pensaban en un lugar parecido a esos ciertos refugios urbanos, consulados universales donde se comparte un café, se comenta el hallazgo de un libro que nos apasiona o se olfatea el aire a la caza de una conversación inteligente. Huele a Manifiesto Cluetrain y, para quienes hacemos Synaptica, su manera definirse nos resulta sorprendentemente, de alguna manera, familiar.

Para conservar ese ambiente, esta comunidad, hoy integrada por unos 4.000 miembros registrados, pide dos requisitos a quien llame a su puerta: hay que pagar (no mucho) y no vale el anonimato.

   

Aventuras en Babel

 
Alfonso Pedrosa. En los servicios de salud de la provincia canadiense de Alberta están intentando aclararse sobre qué significa exactamente eso del compromiso del paciente con el entramado institucional donde recibe asistencia sanitaria, el paciente comprometido con el sistema o como quiera llamarse esa necesidad impostergable de las organizaciones asistenciales de incorporar a la gente a la vida cotidiana de la institución. Ese asunto se lo toman en serio en los servicios de salud de Alberta. De hecho, han montado un departamento específico para implicar a la gente y aprovechar sus experiencias. Ahora, en esa organización han dado un paso más y están estudiando, con metodología académica ordenada y demás perejiles, definiciones y percepciones que ayuden a poner nombre a la realidad. Los primeros resultados de esa aproximación recuerdan al relato de la torre de Babel: un pequeño pandemónium multiléxico y polisémico. Cada cual entiende el asunto, como es natural, desde su perspectiva. Y no me parece mal. La diversidad es una riqueza. Pero tampoco es el caos.
 
Los investigadores canadienses han liberado los resultados de una primera cata realizada en dos ámbitos: la revisión bibliográfica y las percepciones subjetivas de las personas. Como la investigación ha sido publicada en Journal of Participatory Medicine y no tengo la paciencia suficiente para seguir las discusiones terminológicas, me salto esa parte y quien tenga interés en esos ejercicios (muy necesarios, desde luego) de taxonomía conceptual, puede entretenerse echándole un vistazo al artículo de referencia. Sí me interesan más las respuestas de las entrevistas y las valoraciones surgidas en los grupos de discusión integrados por 17 pacientes y familiares, tres profesionales asistenciales y ocho gestores. Respuestas poco científicas, humanas. Esas personas que dicen lo que les parece son como canarios en la mina que van por delante de los excavadores de galerías en la búsqueda de la veta aurífera del compromiso, del engagement, de la corresponsabilidad. Incluso, de la co-gestión. Sus relatos son subjetivos, sí, pero también valientes y valiosos.
 
Entre los pacientes y familiares de pacientes que han participado en esas entrevistas y grupos focales, hay quienes creen que el compromiso tiene mucho que ver con la capacidad de los clínicos para transmitir mensajes de manera inteligible para el propio paciente y sus familiares; también, el compromiso está relacionado desde su punto de vista con la participación en los procesos de desarrollo estratégico de la organización con vistas, fundamentalmente, a su propia seguridad durante su tránsito por los circuitos asistenciales. Hay proveedores de servicios (ése es el término usado en la jerga del artículo) que ven en ese compromiso que expresa la experiencia del paciente una oportunidad para aprender, para, incluso, establecer un espacio de trabajo compartido. La valoración de algunos gestores dice, por su parte, que el compromiso del paciente consiste en incorporarlo a los procesos operativos y de planificación. Ninguna definición clara, pues (de hecho, tampoco en la bibliografía revisada por los autores del artículo la hay), pero parece que no es imposible con estos mimbres iniciar maniobras de aproximación desde cada uno de esos tres territorios culturales: pacientes, clínicos y gestores.
 
Otra cuestión más plantea este trabajo: ¿En qué consiste participar, qué se espera de la participación? Para algunos pacientes, participar es avisar de los fallos y hablar en nombre del público, representar al público, incluso… evangelizar al público. Hay profesionales para quienes la participación supone un desafío práctico: el profesional se siente responsable sólo del segmento del proceso asistencial que controla, pero el paciente vive su experiencia como una totalidad. ¿Cómo aprender de eso? He ahí un auténtico sudoku de alta complejidad para la nueva cultura asistencial. Hay gestores para quienes la participación ciudadana (digámoslo ya así) no es reunirse con los pacientes una vez al mes: es una manera de ser, un flujo de intercambio permanente. 
 
Un panorama nada destroyer, como ven. Optimista, incluso (con perdón).
 
Diversidad de perspectivas, pues. Pero bendita sea esa diversidad, porque todo esto converge hacia la necesidad de establecer un lenguaje común. De articular un proceso inteligente de comunicación entre personas. Un desafío que va mucho más allá de la redacción de guías de buenas prácticas y de manuales de semiótica aplicada a la salud. Un desafío que en realidad empieza por algo muy sencillo: conocer a las personas y sentarse a hablar y a escuchar. Babel no es el problema; porque en Babel está la solución.

Han llegado las arañas

Alfonso Pedrosa. Era cuestión de tiempo. Por fin alguien ha puesto a las máquinas a ordenar el relato multiforme de las conversaciones de e-pacientes en la Red. El resultado es de una coherencia formal innegable. Una empresa israelí especializada en el tratamiento de datos, Treato, ha puesto en marcha un servicio de recogida de información a través de arañas (crawlers) que rastrean miles de sitios webs (foros, webs institucionales, blogs, sites de productos…) y capturan los datos considerados relevantes. El objetivo es analizar cómo funcionan los medicamentos en la vida real, en casos concretos, fuera de los invernaderos de los ensayos clínicos. Una información valiosísima, obviamente.

En el momento de escribir este post, las arañas de Treato habían recopilado, ordenado y puesto a disposición del público interesado datos relacionados con más de 23 millones de opiniones, más de un millón de webs, más de 11.000 tratamientos y 13.000 casos clínicos. Ahora, quienes utilicen esa información (cualquiera, desde una compañía farmacéutica a las autoridades reguladoras o una asociación de pacientes) tendrán que comprobar en qué medida se parece ese relato a la realidad cotidiana.

El mismo CEO de Treato, Gideon Mantel, explica por qué estas cosas son buenas para la industria farmacéutica en Pixels&Pills.

Ahí va el vídeo corporativo que presenta la idea.

Los países árabes y la e-salud

Alfonso Pedrosa. La Primavera Árabe ha despertado la fascinación por Internet en los países de Oriente Medio no sólo en el ámbito de la movilización política. También en los negocios y en la e-salud. Jamil Wyneen un reciente post del blog de la Stanford Social Innovation Review, menciona el caso de la empresa jordana Al-Tibbi. Nacida en 2009 con el simple objetivo de montar un diccionario médico online en árabe, hoy es una referencia indiscutible en la búsqueda de recursos e información en el mundo de la salud para la aún pequeña pero en imparable crecimiento comunidad de usuarios de la Red en esos países. A día de hoy, Al-Tibbi posee el canal de salud YouTube líder en lengua árabe.
 
Independientemente de la función de esa empresa como hub conector de intereses diversos, la idea en sí misma contiene un valor esencial en el mundo de la e-salud: transmite confianza. No tanto por una cuestión de voluntarismo como por el mismo hecho de estar concebida y escrita en lengua árabe: no hacen falta traducciones robóticas del inglés (lingua franca de la producción bibliográfica médico-científica), porque profesionales y potenciales pacientes se entienden directamente en la lengua que comparten, el árabe. Obviamente, este fenómeno trasciende los límites geográficos (y con ellos, los políticos). Cualquier persona que sepa árabe en cualquier lugar del mundo con acceso a Internet puede acceder a esa información en abierto.
 
Toda una vacuna, por otro lado, para el papanatismo que lastra determindas iniciativas de e-salud por el simple hecho de que no están concebidas en inglés.
 
Una vez más, la comunidad, no el medio, es lo que importa. 
 
 
 
 

Compartid, malditos, compartid

Alfonso Pedrosa. Confieso que no hago pie cuando me zambullo en el mundo oriental. He intentado navegar muchas veces en esas aguas, desde las Upanishads al I Ching. Pero casi siempre, conceptualmente, naufrago. Me pierdo. Soy demasiado occidental. Europeo hasta las trancas. Qué se le va a hacer. Por eso mismo me ha fascinado el video que dejo ahí abajo. Todo un microtratado de ética hacker y de cultura peer to peer por cortesía de Michel Bawens en el blog de la P2P Foundation: Chill out, valores que emergen en el proceso de cambio cultural y un poco de chamanismo mestizo.

Sea cual sea la procedencia cultural de cada cual, éste es uno de esos nuevos mensajes universales: compartid, malditos, compartid.

 

Frikis, gente chunga y diputados

Fotografía: galería Flickr de Vince_LambAlgunos derechos reservados.

Alfonso Pedrosa. Un problema que no es de ayer amenaza la misma existencia de la libertad individual en Internet: la asombrosa ignorancia de los decisores políticos en general sobre asuntos que cualquiera que navegue asiduamente por la Red tiene incorporados a sus rutinas diarias y que se resuelven casi siempre con la brújula del sentido común.

Los gobiernos (también los formalmente democráticos) le están cogiendo gusto a preguntarle a Google sobre el personal en aras de la defensa de la seguridad del Estado. Cada vez más, como acaba de explicar la Electronic Frontier Foundation, y también en España, si se miran datos de informes anteriores.

Da la impresión de que los gobiernos preguntan a los hubs en la creencia de que Internet es un lugar oscuro para frikis y gente chunga. Hay que proteger a nuestros niños del horror que nosotros mismos les facilitamos con mucha tecnología y ningún proceso de acompañamiento educativo. Y esos supernodos de información y control que nos hacen la vida más fácil se suman gustosamente a ese concierto de lo políticamente correcto: además de Google, ya lo hace Twitter, a pesar de que ello haga caer de golpe su fachada de pradera abierta y feliz pensada para celebrar ciberkermesses.

Todo esto está deteriorando nuestra manera de vivir. Ninguna pega a la persecución de criminales, faltaría más. Pero ese marco general de relaciones desiguales entre gobiernos y proveedores tecnológicos (las empresas saben más que los gobiernos), que tantas veces silencia clamorosamente la voz ciudadana, está derivando en una barra libre de captura de datos por parte de empresas como el mismo Twitter (lo contaba Javier Lacort hace poco en Alt1040) y en una montería organizada por los parlamentos nacionales; en España, la idea es que los puestos de caza se sorteen, según explica David Ballota en Nación Red, en una Subcomisión de Redes Sociales, dentro de la Comisón de Interior. En nombre de la protección de menores (base del argumentario político que, al parecer, se maneja) se pueden perpetrar barbaridades si no se sabe de qué va Internet, que es mucho más que darles iPads a sus señorías.

Los derechos del lumpen

Alfonso Pedrosa. Estoy leyendo a Tony Judt. Lo tenía pendiente. Su Algo va mal es una de las referencias habituales que maneja Federico en nuestros conciliábulos de cerveza, salmorejo y paisaje callejero y con las que, incluso, ametralla de vez en cuando a las estrellas en su blog. En esas conversaciones, a veces versallescas, a veces de manta enrollada al brazo y navaja cabritera, pero siempre apasionantes, de las que disfruto de vez en cuando con él y con Emilio, Judt sale a relucir especialmente cuando hablamos de sanidad, de protección social, de política. En ese ensayo de replanteamiento general de la actual manera de vivir occidental, este historiador británico cuestiona a tirios y a troyanos, reparte estopa para el salvajismo de los señores del dinero (quiero decir, esa gente que entiende que, como podría decir Judt, ser duro no es ser capaz de soportar el sufrimiento, sino portarse como un hijoputa) y para el mutismo de la socialdemocracia europea, incapaz de articular un discurso eficaz que defienda sin complejos al Estado del bienestar contra las acusaciones de ineficiencia.

Me parece que el de Judt es uno de esos libros (aún no me lo he zampado entero) que han nacido para ser subrayados, anotados, manchados por el manoseo y el trajín de una mesa de café o de un trayecto de metro. Una de las muchas perlas que contiene me ha parecido especialmente actual, propia del paisaje español de este instante: se refiere a los repartos de alimentos y bienes básicos entre los desfavorecidos. Una práctica que en España se está generalizando (menos mal) para paliar la tragedia que viven millones de familias cada día.

Haciendo memoria sobre las legislaciones de bienestar social, Judt pone el foco en un determinado momento sobre el fondo de humillación, sobre la marca de exclusión, que esas legislaciones pueden contener cuando no son articulación de derechos, sino leyes de pobreza. Y cita, nada más y nada menos, que a las memorias de Malcom X, cuando en la infancia de este líder afroamericano, los empleados sociales iban a su casa a examinar a su familia: "El cheque mensual de la ayuda era su salvoconducto. Actuaban como si fueran nuestros dueños. Por mucho que mi madre lo deseara, no podía impedirles que entraran… Nosotros [Malcom era el cuarto de siete hermanos] no entendíamos por qué, si el Estado estaba dispuesto a darnos paquetes de carne, sacos de patatas, y fruta, y latas de toda clase de cosas, nuestra madre odiaba aceptarlo. Lo que comprendí más tarde es que mi madre estaba haciendo un esfuerzo desesperado por conservar su orgullo y el nuestro. El orgullo era todo lo que nos quedaba, pues en 1934 empezamos a pasarlo verdaderamente mal".

Pasarlo mal. Verdaderamente mal. Eso es lo que hace que el lumpen se haya tornado visible en las ciudades de España y que haga cada día sus viajes de ida y vuelta, al fondo del autobús, de los barrios chungos a las calles comerciales más bulliciosas iluminadas por la campaña de Navidad. Si alguien lo está pasando mal, hay que ayudarle. Sin duda. Pero ya. Sin preguntar. Urgentemente. Con lo que cada cual tenga a mano, lo mismo da un telemaratón que una colecta en una iglesia. Pero ésa no es la solución. Ese mecanismo de solidaridad espontánea es una medida de emergencia. Nada más. Quienes mejor lo saben son precisamente las personas que, a fuerza de redaños y generosidad, están dando su dinero y su tiempo para que, efectivamente, haya comedores sociales con platos de comida caliente y alguien reparta unos lotes de latas de conservas y paquetes de arroz. Incluso está bien que los gobiernos se pongan las pilas y articulen planes de ayuda a las personas más necesitadas.

Si se cronifica la situación de emergencia, quizá un día lleguemos a pensar que las campañas de recogida de alimentos son lo normal, lo previsto para redistribuir la riqueza en la comunidad. Quizá llegue un día en que nos olvidemos de que el lumpen es sujeto de derechos, no perceptor mudo de eso mal llamado caridad (Judt hace notar sobre esto algo interesante: los pobres votan en una proporción mucho menor que los demás; así que se les puede machacar). Los derechos implican automáticamente la existencia de protección social. Lo otro es beneficencia. Que no está mal. Pero si la acción de lo público en este contexto se reduce a lo paliativo, entonces se perpetúa por generaciones el estigma de la desigualdad, la existencia individual se convierte en una lucha angustiosa en mitad de la selva y empieza la cuenta atrás para el estallido de bombas de detonación retardada en todos los estratos del edificio social, también en los nichos donde habitan quienes no saben todavía que aquí hay una crisis descomunal. No se trata de dinero, de cuánto cuesta el Estado del bienestar. Sino de cómo hacerlo viable. De eso va la dependencia, de eso van las pensiones, de eso va la educación, de eso va la sanidad. Si todo eso cae, es posible que haya que extender a más ámbitos algo que una vez leí en un texto de José Antonio Marina (alguien poco sospechoso de ser un antisistema violento) sobre la calidad educativa: lo que no arregle la escuela tendrá que arreglarlo la Policía.

No es la reforma, son los valores

Alfonso Pedrosa. La OMS, de quien desconfío hasta cuando trae regalos, acaba de darme una alegría: su último posicionamiento contextual sobre la cobertura universal en salud evoluciona desde un enfoque técnico hacia otro basado en valores. La crisis, dice la agencia sanitaria de la ONU, está haciendo peligrar el acceso a los servicios sanitarios, también en los países europeos con economías de peso, donde la solidaridad y la equidad subyacentes a las arquitecturas de protección social están siendo puestas a prueba. Junto a esta suerte de test de estrés de ciertos fundamentos morales de la sociedad, se estaría transitando desde el debate de los expertos al movimiento social. En buena lógica, la reforma sanitaria emprendida en España no tendría su fuente de sentido en los problemas de viablidad del SNS, sino en una cierta definición del contexto ético. No es la reforma, son los valores. Ese territorio tiene que ver con algunas reflexiones que circulan por ahí sobre la aparición de un fenómeno de sustitución de las ideologías por las interconexiones. El conectivista Jaap van Till lo explica divinamente en un post sobre la sociedad civil digitalizada como fuerza de transición para la salida de la crisis. El fracaso de las ofertas ideológicas tradicionales, conjugado con el incremento en el acceso al conocimiento de minorías cada vez más amplias gracias a Internet, estaría desembocando en un proceso de superación de los ismos como etiquetas identitarias aceptadas para gestionar la delegación de la representación política. No sé si las ideologías están muertas, como reza el mantra posmoderno desde hace décadas. Pero sí parece que su función ya no es ofrecer un discurso comprehensivo de la realidad. Más bien, son piezas de bricolaje que pueden ayudar, desde la humildad, en el proceso de definición de nuevos valores. 

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