Nos encerraron en lo de Loli (la foto es de esa reunión), les preguntamos que qué querían y nos dijeron: lo queremos todo. Y empezaron a hablar de la necesidad de aprender a prevenir y abordar los accidentes domésticos en un pueblo aislado por las curvas y la mala suerte, de aprender a hacer RCP, del valor y los riesgos de las prácticas curativas tradicionales en el medio rural, del uso adecuado de los medicamentos (sí, lo juro, querían saber cómo usar mejor las medicinas para ayudar a que la sanidad pública no quiebre), de cómo acertar para dar la información adecuada a quien descuelga el teléfono en los servicios de emergencias, del golpe de calor en un territorio donde el verano dura cinco meses, de por qué sus médicos hacen lo que hacen y no otras cosas, de si es por capricho o por razones serias por lo que no se les deriva a un determinado especialista y tienen que irse al médico de pago para solucionar la papeleta: el sistema y la gestión clínica, vamos, con un par.
Yo tomé algunas notas y disfruté del vértigo de no tener el control. Querían saber de todo eso y querían asegurarse de que no se les va a dar gato por liebre. Los chicos de ciudad, los sabios de la moqueta y el aula, habíamos dejado de mandar allí, si es que aguna vez lo hicimos, que lo dudo. Ahora sólo pedimos que nos dejen estar en la fiesta a cambio de echar una mano en organizarla con nuestros trucos de titiriteros y nuestras habilidades de crupiers.
La gente sabe, la gente tiene opinión y la gente sorprende con su enorme capacidad de enriquecer un contexto de relaciones, una red, cuando se siente tratada con respeto. La gente es capaz de iniciar y desarrollar procesos de deliberación eficaces cuando se les dan herramientas para transformar la información en conocimiento. Y de revisar esos procesos a través de prácticas de resiliencia que mejoran los resultados de las fases previas de la deliberación.