Nos encerraron en lo de Loli (la foto es de esa reunión), les preguntamos que qué querían y nos dijeron: lo queremos todo. Y empezaron a hablar de la necesidad de aprender a prevenir y abordar los accidentes domésticos en un pueblo aislado por las curvas y la mala suerte, de aprender a hacer RCP, del valor y los riesgos de las prácticas curativas tradicionales en el medio rural, del uso adecuado de los medicamentos (sí, lo juro, querían saber cómo usar mejor las medicinas para ayudar a que la sanidad pública no quiebre), de cómo acertar para dar la información adecuada a quien descuelga el teléfono en los servicios de emergencias, del golpe de calor en un territorio donde el verano dura cinco meses, de por qué sus médicos hacen lo que hacen y no otras cosas, de si es por capricho o por razones serias por lo que no se les deriva a un determinado especialista y tienen que irse al médico de pago para solucionar la papeleta: el sistema y la gestión clínica, vamos, con un par.
Yo tomé algunas notas y disfruté del vértigo de no tener el control. Querían saber de todo eso y querían asegurarse de que no se les va a dar gato por liebre. Los chicos de ciudad, los sabios de la moqueta y el aula, habíamos dejado de mandar allí, si es que aguna vez lo hicimos, que lo dudo. Ahora sólo pedimos que nos dejen estar en la fiesta a cambio de echar una mano en organizarla con nuestros trucos de titiriteros y nuestras habilidades de crupiers.
La gente sabe, la gente tiene opinión y la gente sorprende con su enorme capacidad de enriquecer un contexto de relaciones, una red, cuando se siente tratada con respeto. La gente es capaz de iniciar y desarrollar procesos de deliberación eficaces cuando se les dan herramientas para transformar la información en conocimiento. Y de revisar esos procesos a través de prácticas de resiliencia que mejoran los resultados de las fases previas de la deliberación.
Me quedé pensando, degustando esa lección. Y me acordé de un entretenimiento que de vez en cuando saco de mi baúl de titiritero ambulante; el juego de la cita y la contracita. Cita: aquello de Oscar Wilde de que quien regala su sabiduría se roba a sí mismo. La contracita, de mi querido cabeza de pólvora, Nietzsche: no puedo creer en una virtud que no sepa hacer regalos.
¿Alguien duda todavía de que es imposible compartir de verdad conocimiento (pongan aquí transparencia, gobierno abierto, open data, dospuntocero o lo que les venga mejor) sin un compromiso ético con la realidad, con el entorno que a cada cual le ha tocado vivir? Pues eso.
Ilustración: galería Flickr de Dekuwa. Algunos derechos reservados.
Alfonso Pedrosa. Leyendo sobre la irrupción de Watson en el mundo sanitario, me he acordado de una idea de Jean Baudrillard (Bodri, en los ambientes) que se me quedó clavada hace años: las gafas son una prótesis que eliminará la mirada de la especie humana. Uso gafas desde hace mucho tiempo y me da yuyu la cosa del láser para arreglarme la vista, así que me acojoné acongojé un poco pensando en mi inexorable transformación en cyborg. Pero esa transformación no llegó, aunque conservo el hábito de limpiarme las gafas muchas veces al día por si las moscas.
La gente de IBM decidió hace un par de años llevar su nuevo superordenador al programa televisivo Jeopardy!, a competir con humanos. En general, ganó. Pero la cuestión es que, como dice Antonio Orbe en el post de Alt1040 que estaba leyendo, IBM no había fabricado ese cacharrro para ganar un concurso de la tele. El mismo Orbe ya había explicado en su momento por qué Watson ganó ese concurso. En cualquier caso, enseguida se materializaron sus inmensas posibilidades de mercado, en primer lugar, en el ámbito de los diagnósticos oncológicos.
Al principio me preocupé, pensando en mis gafas y en el subuniverso hospitalario high-tech, donde, en general, si el personal no se despabila y aprende a recordar su humanidad, a alguien se le puede ocurrir un buen día sustituir por robots a los honorables galenos y galenas. Skynet a la vuelta de la esquina. Y lo que le faltaba a la ya de por sí compleja vida hospitalaria de mi entorno es que encima empezasen a proliferar por los pasillos terminators en bata blanca.
La maravilla de Watson consiste en que es capaz de aprender desde la incertidumbre. Creo que su valor de fondo reside ahí. Antes de que todos empecemos a clamar por su llegada salvífica en plan tecnotrón solucionador, me parece que vale la pena considerar que quizá su gran aportación no resida en su eficiencia diagnóstica en sí misma. El valor de la aplicación tecnológica al ámbito clínico de sistemas complejos de gestión de la información, como es el caso de Watson, está en su capacidad de enseñar a las personas, no de sustituirlas. Enseñar, ¿a qué? A algo que en estos tiempos solo se nombra en susurros aterrados en las largas noches de guardia en el hospital: a gestionar la incertidumbre.
Las máquinas ya no luchan contra el hombre: le enseñan a ser lo que es.
Alfonso Pedrosa. A extramuros de Matrix está la vida. Que no es un paseo por la pradera. Suele ser la puta vida. Pero, aun así, respirar el aire callejero, el de la gente real con vidas reales, merece la pena. He sabido hace poco de una historia que habla de eso. Una historia acaecida en el centro de salud público de un barrio de zona chunga (en estos tiempos eso empieza a ser un pleonasmo) de una ciudad andaluza.
Hechos: una usuaria de la sanidad pública agrede físicamente a una profesional del centro de salud. Los profesionales se concentran a la puerta para leer en público un comunicado al respecto.
Predicción de Matrix: se va a liar la parda. Con el clima de cabreo del personal sanitario por restricciones retributivas y falta de medios, ese incidente va a ser la chispa que le prenda fuego al convento. Los profesionales van a leer un comunicado incendiario, arremetiendo contra los vándalos del barrio, pidiendo más presencia policial y acusando a la Administración sanitaria de negligencia criminal.
Hechos posteriores: los profesionales dan lectura a su comunicado. Reprueban con contundencia la agresión a su compañera y reducen el incidente a la categoría de episodio puntual, que en nada, dicen, refleja la realidad cotidiana: el barrio será pobre pero es un buen barrio, su gente es buena gente y los profesionales que atienden a esas personas van a seguir ayudándolas y acompañándolas en el mal trago por el que todos estamos pasando, a ambos lados de las paredes del centro de salud. Un mal trago de verdad, definido por un momento en el que no tiene sentido partirse la cara por el cumplimiento dietético para la diabetes o la hipertensión cuando tu dieta es lo que toca ese día en el comedor social. Pero nadie le pega fuego al convento. Porque el convento es de todos. Y otro día tocará hablar del tajo en la nómina, de jefes exasperantes y de decisiones comunicadas por tam tam. Pero hoy, no.
Moraleja: he aquí una lección magistral de ética y compromiso con la propia profesión y con su entorno social. Matrix no tiene nada que hacer aquí: su universo es otro. Porque esta historia está protagonizada por héroes de verdad que ni siquiera saben que lo son. Con un par. Superhéroes de barrio. No tendrán mucho glamour pero, con esta gente, me voy al fin del mundo. Salgan de Matrix, no pasa nada: al otro lado de los prejuicios solo hay personas. No muerden. Pero piensan. Es bueno escucharlas. Sólo hay que bajar el volumen del ruido y la furia ambientales. Kiko Veneno lo explica mucho mejor que yo:
Fotografía: galería Flickr de Cur sore. Algunos derechos reservados.
Alfonso Pedrosa. El poder se está volviendo itinerante. Medieval. Anterior a la noción moderna del Estado. En el proceso histórico que hizo de las naciones más viejas de Europa una especie de confederaciones de reinos, el concepto de nodo central atornillado a una ubicación geográfica no podía tener éxito: la corte era itinerante y el rey, una suerte de tolerado primus inter pares, peregrinaba por el país y recalaba en las ciudades para pedir, básicamente, dinero, y ofrecer a cambio equilibrio político. Hoy está ocurriendo un fenómeno parecido, que recorre las arquitecturas de todas las instituciones y que está cambiando profundamente el concepto de gobernanza.
Sabemos con dolorosa lucidez, de un tiempo a esta parte, que, cuando el centro se hunde, la periferia se despierta. La respuesta institucional ante esa incertidumbre es variada, pero estoy detectando en mi entorno algunas expresiones muy interesantes de esa reacción ante el proceso de descomposición en marcha.
En el plano de la gestión de organizaciones y empresas, las tensiones hacia la descentralización están convirtiendo los nodos centrales de poder en dispositivos de servicios que apoyan el funcionamiento de los antes denominados centros secundarios. Persiste un poder central, pero ya no está vinculado en exclusiva a un determinado nodo en el alambique de la organización; y la emergencia de la horizontalidad ejerce una atracción magnética sobre el viejo poder central hacia su presencia efectiva en la periferia de la organización. Ya no basta con emitir requerimientos a todas las unidades: hay que ir a explicar las razones del poder allí donde esté la gente.
En lo referente al reparto de la representatividad en los nodos centrales que aún persisten como tales, especialmente en las organizaciones más vetustas, verticales y resistentes al cambio, asistimos a una auténtica asfixia, que está bloqueando el mismo funcionamiento institucional: en España, una organización estructurada en función de la representación provincial está obligada a jugar a 52 bandas. Si además, el poder está atado a un espacio geográfico (pongamos Madrid) y es incapaz de moverse con eficacia fuera de ese entorno, la gestión de los equilibrios, dado el número de sensibilidades reconocidas en el juego, se convierte en un sudoku agotador. Hay que volver a coger el tren y el avión para recabar apoyos y ejecutar estrategias con eficacia.
Todo esto empiezan a cuestionarlo las nuevas narrativas P2P y el mismo concepto de tecnopolítica. Que vienen a recordarle al poder la vieja lección medieval: rex eris si recte facies; si non facias, non eris. Y eso, precisamente, es lo que obliga al poder a bajarse de la poltrona y salir a los caminos polvorientos a recorrer el país en busca de la gente. Para pedir dinero y dar equilibrio.
Pero no todo es ruido ni desesperanza. Están emergiendo nuevos relatos, nuevas narrativas que están desempeñando el papel de un faro en la tempestad. Acabo de cruzar dos lecturas que apuntan en esa dirección. Un post de John Robb, que describe la descomposición de las burocracias y de los mercados y explica cómo la gente está sorteando esos problemas (las instituciones se perciben como problema, ¿les suena?) a través de plataformas P2P, que están desplazando a los interlocutores caducos fuera del mapa de referencias de los ciudadanos. Y otro post, de Michel Bowens, que plantea la necesidad de abrir la política a la cultura P2P para conjurar fenómenos de radicalización. Más concretamente, una narrativa P2P.
Esto no va de bajarse pelis por la cara. Asistimos a la configuración del relato P2P como nuevo lenguaje articulador del mundo. Un relato de refundación. Quien sepa entenderlo tendrá, de entrada, el respeto de la gente. Y quizá, su confianza.
Alfonso Pedrosa. Algunos días atrás me tocó repartir juego en una mesa redonda del VI Congreso Internacional de Medicamentos Huérfanos y Enfermedades Raras. No era una mesa cualquiera: experiencias y testimonios de pacientes y sus familias. Iba preparado para lo esperable: un tsunami emocional en el contexto más auténtico de una convocatoria que conozco desde casi sus orígenes. Me refiero a ese entorno de cierta intimidad familiar que aparece cuando los medios de comunicación se van y la gente se queda para compartir sus historias más verdaderas.
Pero allí me esperaba una sorpresa de ésas por las que uno pagaría por asistir a su nacimiento en primera fila: la mayoría de edad intelectual, operativa, efectiva y afectiva, de la gente que ha participado desde abajo en este Congreso. Pude comprobar en directo que el personal asiduo a estas convocatorias bianuales ha tomado conciencia de que ya no es suficiente escuchar a los expertos en su repaso al estado de la cuestión en lo referente a proyectos científicos, identificación de alternativas terapéuticas o compromiso de las instituciones en clave de planificación de recursos disponibles. El personal quiere ponerse a los mandos y no le va a prestar atención a quien no sepa verlo y siga enredado en sus particulares juegos del hambre; ya se sabe que el dinero es escaso, que el problema es difícil y que, en general, se hace lo que se puede.
Pero ya no basta reunirse para oír eso una y otra vez. Algo ha cambiado. La gente quiere el poder. No para asaltar ninguna Bastilla, sino para pasar al siguiente nivel; porque la deliberación ya está madura para eso. La información se ha transformado en conocimiento. Empieza el momento de la corresponsabilidad.
Y creo que éste es el mejor regalo para quienes, delante y detrás de las bambalinas, se vienen batiendo el cobre desde hace más de una década para hacer realidad estas convocatorias.
Ahí va el vídeo de la mesa que me tocó moderar. Para asegurarme de que lo que allí ocurrió fue real.
Fotografía: galería Flickr de scomedy. Algunos derechos reservados.
Hace poco, en ProPublica analizaban la cuestión de la segunda víctima en casos de error clínico con daños en el paciente. Blair Hickman explicaba en ese articulo de fondo que, cuando las cosas salen mal, los buenos profesionales que se hayan visto implicados en algún desafortunado incidente (generalmente en el quirófano), lo pasan peor. Primera víctima: el paciente. Segunda víctima: el profesional serio que, por un cúmulo de circunstancias, se ha equivocado. Se abre entonces, bien lo saben los clínicos de trinchera, el abismo del terror a la muerte civil a través de un proceso judicial que puede acabar o no en sentencia condenatoria. En el mejor de los casos, demasiado tarde para la restitución del honor y del prestigio. Pero del lado de ciertos sectores del activismo de pacientes, se cuestiona este planteamiento: la primera víctima es el paciente perjudicado, pero la segunda es su familia, no el clínico. Si acaso, el médico que se ha equivocado es la tercera. Como mucho.
Hay quien ha pensado en estas cosas y parece que, con este esquema de guadaña pendular acechando las cabezas que trabajan sobre la mesa de quirófano, no se va a ninguna parte: la judicialización es carísima, impide analizar en voz alta los errores para que no se vuelvan a repetir y puede acabar con una carrera profesional prometedora; todo eso sin entrar siquiera en la estructura coriácea del mundo de la medicina defensiva. Hay quien apuesta por la luz y los taquígrafos, como SorryWorks!, no tanto por el afán de vendetta como por seguir la lógica de hierro del libre mercado, confiando en que así mejorarán las cosas por mor del miedo a perder negocio. Incluso se habla, cada vez con más insistencia, de las ventajas para todos los actores de los acuerdos extrajudiciales. Me pregunto si sería posible profundizar y dar un paso más: sistemas independientes de arbitraje. Hay experiencias por ahí, como la Comisión Nacional de Arbitraje Médico de México, que no sé cómo funciona ni si resuelve problemas de verdad. Pero seguro que merece la pena darle una vuelta al asunto. Incluso desde el ámbito de las comisiones deontológicas de los colegios profesionales, que están para algo más que para debatir sobre el Concilio de Nicea. Por el bien de todos.