Una anciana muy anciana deja a su marido en el abismo.
Un veinteañero llora porque odia su trabajo en el taller y requiere del certificado que lo excuse unos días. Sueña con trabajar en el bar de copas de su compadre.
Un agricultor aúlla la inmovilidad de su dolor debajo de un olivo que desvareta.
Una mujer de 43 años que cuida de su madre fantasea entre la alergia y el insomnio un amor furtivo mientras atiende en la caja del supermercado.
Una familia de rumanos que vive en una finca: la mujer ya no recuerda cuándo dejó de querer tocarla su marido.
El panadero ya no puede subir las escaleras del soberado donde guarda el telescopio: se ahoga.
Un vecino pide ayuda para su esposa: tiene una hemorragia «en sus partes».
Al de la ferretería acaban de decirle que internet dice que dicen algunos estudios que lo que la televisión dice sobre la pasiflora no tiene por qué ser del todo cierto.

La salud rural tiene más que ver con las personas que con la estadística. A la enfermedad, en las comunidades rurales, se la indentifica con olores y decoloraciones, con estremecimientos y con silencios, pero, sobre todo, con los recuerdos de las enfermedades experimentadas en el pasado.

Hace ya décadas que la salud se emancipó de la magia para luego divorciarse del mero cientifismo. La sanación ha dejado de ser un objeto de estudio inmanente para extender su materia a la del contexto; la del entorno y las circunstancias de las personas, cuyas expectativas y frustraciones habrán de ser construidas en base a una comunicación horizontal.

El diálogo y la toma de decisiones compartida se convierten por tanto en el armazón de un sistema sanitario renovado, más humano, en el que los vecinos participen y pretendan asumir la responsabilidad de su salud.

Esta y otras cuestiones serán las que se aborden durante las II Jornadas de Salud Rural que tendrán lugar en la antigua capilla del Hospital de San Pedro, en Carmona, los cuatro miércoles de marzo.

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