Redacción Synaptica. Tener al alcance una mayor renta disponible no genera automáticamente un efecto de bienestar. Ser más rico, o menos pobre, no implica necesariamente controlar mejor ciertos determinantes de salud, como la dieta. Ésa es la paradoja que analiza Paulina Terrazas en este post del blog de la revista Nexos, de México.

Según el análisis de Terrazas del gasto en alimentos de las familias mexicanas a partir de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares, Enigh, los pobres gastan más en cereales y verduras que quienes disfrutan de rentas más altas. En sí, lo que destaca la autora del post de referencia no es que las familias depauperadas se alimenten mejor, sino que en los entornos de rentas más altas, obviamente, hay más opciones. Otra cuestión es que esas opciones sean las más saludables. En este sentido, Terrazas dice, en contra del enunciado clásico que asocia mayores ingresos a patrones de consumo de calorías de mejor calidad que "tener mayores ingresos no garantiza una mejor alimentación en general ni un estilo de vida menos sedentario". Parece que no todo es cuestión de dinero, también influyen las maneras de vivir. Y ése es el territorio de la cultura, de la educación, de los sistemas de creencias y valores. Aunque el dinero ayude, desde luego. Si no, que se lo pregunten a las víctimas más doloridas de la crisis económica.

El planteamiento de Terrazas puede dar pie a otra reflexión, mucho más abierta, especialmente pertinente en los países donde hay un mínimo de acceso generalizado a un amplio abanico de productos y servicios. La constatación del divorcio entre los mensajes de las campañas de salud pública que presionan al público para que coma verduras y haga ejercicio y la realidad cotidiana de la gente, donde los factores sociales y económicos (desde las condiciones laborales a los precios de los diferentes productos del supermercado) bloquean de facto el acceso a una mejor cultura alimentaria y de cuidado de la salud.