Tengo un amigo, reputado sociólogo y ahora involucrado en la alta política, que dice que no aprenderemos mucho de la crisis del coronavirus. Cuando pase la purga y nos repongamos de sus efectos más duros, volveremos a montarnos viajes absurdos a Venecia y a París, a gastar, a comer y a desgarrar el globo terráqueo. Entenderemos todo esto que nos está ocurriendo como una distopía pasajera y nos comportaremos como si aquí no hubiera pasado nada. Eso dice mi amigo, que no es precisamente un aficionado al cuñadismo.

Por mi parte, las pocas referencias que me permiten hoy intentar poner nombre a lo que nos pasa las encuentro en la ciencia ficción: a estas alturas del confinamiento, mejor La radio de Darwin que la ducha escocesa de infodemia que padecemos.

El razonamiento de la amnesia buscada impugna la tesis del salto evolutivo, del meteorito regulador de la vida que acaba con los dinosaurios y lo reorganiza todo de nuevo. Si la estrategia de supervivencia de los humanos es seguir adelante tras la catástrofe como si nada hubiera pasado, estaríamos ante el triunfo del gradualismo: los cambios, también los cambios sociales, se producen poco a poco y las catástrofes sólo influyen en la memoria, como información útil para decidir, a largo plazo. Quizá eso explique que las vacas sagradas del articulismo se estén acordando estos días más de la Peste Negra del siglo XIV que del sida de hace cuarenta años.

Porque sólo desde la perspectiva del tiempo largo sabemos que después de la peste de 1348 viene el Renacimiento. Sin esa luz, lo que se ve por delante se parece más a Mad Max.


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