Alfonso Pedrosa. Cuando el centro se colapsa, la periferia se despierta. Cuando Roma se hunde, el imperio se ruraliza y las piezas del puzzle que antes encajaban a la perfección dejan de estar unidas por el sentido compartido: deja de existir el sentido común. Es la hora de los aquelarres y de los cuentos de lobos. Las cecas dejan de acuñar moneda y empiezan a correr de boca en boca historias de tesoros enterrados que suelen consistir, qué casualidad, en calderos llenos de oro. La sensatez desaparece y discrepar es arriesgarse a un linchamiento en un callejón oscuro o algo peor. Las viejas instituciones se repliegan sobre sí y se vuelven más impenetrables: la lealtad se impone al mérito y se publican decretos que declaran hereditarios los oficios en el penúltimo intento de impedir que la gente huya de la presión fiscal, que es lo que mantiene con apariencia de vida la cáscara vacía de los sistemas de representación. Los bárbaros aparecen como salvadores, conjuradores del miedo y el caos. El amor por la belleza, por las ideas y la reflexión, todo aquello que es grandiosamente inútil, queda proscrito bajo una capa de zafiedad social. El conocimiento tiene que huir al bosque y sus fieles pasan a ser eso, emboscados.
 
Eso es el cambio cultural. Duele, ¿verdad? 

Todo esto me suena. Porque ha ocurrido ya. Ha sido contado muchas veces. Y está pasando ahora. Pero no es tiempo de llorar por Roma. Amanece una gran oportunidad para aprender. Para escribir el propio relato de las cosas. Especialmente si se tiene la suerte de vivir en el borde exterior de la galaxia, donde se puede mirar al cielo sin llamar peligrosamente la atención y beber un vaso de vino a la salud de los vivos y en memoria de quienes quedaron atrás.