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Alfonso Pedrosa. Asisto al repliegue de las instituciones, una vez roto el pacto social que las sustentaba, y veo en ellas la elección entre dos alternativas: gobernarlas aplicando el procedimiento burocrático conocido, confiando en los meandros de la inercia y hurtando el cuerpo al debate interpersonal; o gobernarlas desde el prestigio de quienes las dirigen, poniendo el pescuezo en el tajo como único argumento posible de credibilidad. Ambos estilos de gobierno necesitan para existir del reconocimiento de la comunidad donde se desenvuelven. De los valores que configuran su universo simbólico y moral.

Los valores son el destilado compartido de la dinámica cultural, que se acumula en los acuíferos identitarios que dan sentido a la misma noción de comunidad. Son como gigantescos depósitos de agua fósil, a los que se mira como salvación en tiempos de sequía. La gobernanza burocrática necesita del agua fósil de los valores para hacerse tolerar. La gobernanza del prestigio, también, pero con más urgencia: porque su fundamento no es la inercia, sino el reconocimiento entre iguales libremente otorgado.

El agua fósil lleva millones de años esperando. Filtrada gota a gota, es invisible. Nadie se preocupa por ella en épocas de lluvias regulares y regadío abundante. Sólo algún pozo artesiano aquí y allá, marcado por la varilla del zahorí, indica que alguien, hace mucho tiempo, supo una vez cómo encontrarla. Ahora, todo el mundo la busca. Porque hay escasez y no se sabe cómo recuperar ese arte perdido.

Se acercan las guerras del agua. La edad de oro del zahorí.