Fotografía: galería Flickr de Profund WhateverAlgunos derechos reservados.

Las organizaciones que integran el Sistema Nacional de Salud en España trabajan bajo parámetros de la cultura industrial. No podía ser de otra manera. La asistencia sanitaria es un producto que se ha venido fabricando en serie. Aún ocurre así, a pesar de algunos cambios introducidos en las pesadas inercias del sistema. Eso explica la lucha titánica contra la variabilidad clínica y los problemas para introducir elementos de retribución verdaderamente diferenciada en función del desempeño. Es imposible hacer distingos en una cadena de montaje y la misma idea de proceso asistencial está lastrada por esa marca cultural. Ello ayuda a entender las resistencias que ese tipo de estrategias han encontrado en muchos de los profesionales del sistema.

Nada como un clásico para poner una nota de color muy contemporánea en este contexto; dice Wolfang Abendroth en su Historia social del movimiento obrero: "Las máquinas de la primera revolución industrial no trajeron mejoras a la vida del obrero. Al introducir comodidad y facilidad de manejo, menos necesidad de fuerza bruta, abrieron la puerta a otra forma de explotación: la de los niños y las mujeres, que sí podían trabajar con esas nuevas máquinas. Las máquinas, además, otra gran paradoja, no redujeron la jornada: si ellas no descansaban, los obreros tampoco".

No es que los malvados gestores del sistema se deleiten con la lumpenización laboral en las organizaciones asistenciales. Algún psicópata con mando en plaza habrá, digo yo. Pero no es lo común. Lo que ocurre es que toda organización industrial da origen como subproducto a la depreciación de la mano de obra. Y, digámoslo de una vez, señores y señoras profesionales del sistema: ustedes son obreros y obreras. En bata blanca y pijama de quirófano, sí. Pero son simples currantes. Se convirtieron en eso desde que masivamente renunciaron a ejercer en el marco de una profesión liberal, que eso fue en sus orígenes la Medicina moderna, a cambio de una plaza fija de por vida. Una pena, que eso no se enseñase en su día en la Universidad y que ninguno de los empleadores lo haya planteado así, retrasando una y otra vez la fractura inexorable de la desafección, ora con una subida lineal de sueldos, ora con un poquito de productividad variable de la señorita Pepis, ora con una carrera profesional que sólo funciona bien bajo el dopaje de tiempos de abundancia, ora con una llamada desesperada al sentido de pertenencia y al compromiso cuando ya era demasiado tarde.

Asistimos ahora al fin de la era industrial. No hay un indicador que no apunte en esa dirección. Los esfuerzos descentralizadores en la gestión hablan precisamente de eso aunque se estrellan una y otra vez contra las estructuras de siempre, porque están pensados desde la cultura industrial: hagan ustedes lo que quieran, pero den el mismo producto. La descentralización salvará al sistema si y sólo si la misma organización afronta un doloroso proceso de metamorfosis previo que dé origen a otra cultura laboral. Ese nuevo magma cultural emergente tiende, en una especie de retroceso mareal, hacia aquello que desarboló el mundo industrial: la artesanía. Y eso conduce a asumir que el desmadre es malo, pero la variabilidad asociada a la creatividad práctica es buena, muy buena. Y esa es la potencia de la gestión clínica real. No cabe olvidar aquí que no existen artesanos funcionarios, lo que no implica que el fin del marco funcionarial que se entrevé abra las puertas necesariamente a la corrupción y al nepotismo en hospitales y centros de salud: se pueden establecer los mismos controles de acceso a los puestos de trabajo del sistema que existen ahora en la función pública. Sólo que el premio será distinto: un contrato laboral como cualquier hijo de vecino (que lo tenga). No una plaza fija ad aeternum. En esa dirección soplan algunos de los vientos más interesantes que pueden conducir a una refundación adaptativa de la sanidad pública española.

¿Qué atractivo tendrá entonces trabajar en el sistema? Los atractivos de la cultura artesana, fundamentalmente esa autonomía de acción efectiva tan nostálgicamente llorada por los profesionales más inquietos. Richard Sennet explica en El artesano la importancia que esto tiene precisamente en el mundo de la sanidad pública, contraponiendo lo perfecto contra lo práctico en las reformas del NHS de los años 90. Este investigador de la tecnología hace notar que se tardan décadas en asimilar los conocimientos en términos prácticos. Y que, una vez incorporados esos conocimientos, los profesionales no entienden la imposición de culturas de la calidad basadas en lo uniforme, se sienten como ante un vacío ante lo que se les pide, porque choca contra su conocimiento asimilado, práctico, instintivo. Artesano. Las organizaciones, de alguna manera, se han dado cuenta de eso y por ello se vienen fomentando iniciativas que tengan en cuenta lo práctico aunque eso sea renunciar a lo perfecto, renegar de la cruzada contra la variabilidad. Aunque aún persiste la tensión, percibida como contradicción, de la calidad absoluta, concepto que desciende de Platón y que es muy difícil de extirpar del imaginario burocrático. Sin embargo, la experiencia imperfecta, abierta a la comunidad, hace más productivas, mejores, a las empresas. Más humanas; por eso, el despertar de la autoconciencia es la mejor manera de inducir el planteamiento de cambios en el trabajo, dice este investigador de la cultura.

Lo que está clarísimo en cualquier caso es que, como explica Sennet en el siguiente texto de la obra a la que se alude más arriba, el fordismo no es el camino: "En la década pasada [la primera primera edición de la obra de Sennet es de 2008], el Servicio Nacional de Salud de Gran Bretaña [NHS] adoptó nuevas medidas para evaluar el trabajo de médicos y enfermeros: a cuántos pacientes se visita, cuánto tiempo deben éstos esperar para ser atendidos, con qué eficiencia se los remite a los especialistas. Son mediciones numéricas de la manera adecuada de proporcionar atención médica, pero su intención es servir humanamente a los intereses de los pacientes. Más fácil sería, por ejemplo, dejar que la remisión a los especialistas se hiciera a criterio del médico. No obstante, tanto los médicos como los enfermeros, los asistentes de enfermería y el personal de limpieza creen que, si se mide de acuerdo con las posibilidades prácticas reales, estas reformas han restado calidad a la atención. Sus impresiones no tienen nada de extraño. Como informan numerosos investigadores de Europa Occidental, los médicos creen que sus habilidades profesionales en el trato a los pacientes se ven perjudicadas por la presión que ejercen los patrones institucionales. El contexto específico del NHS es muy distinto del sistema de managed-care de estilo norteamericano y de otros mecanismos impulsados por el mercado. Después de la Segunda Guerra Mundial, la creación del NHS fue una fuente de orgullo nacional. El NHS reclutaba el mejor personal, que era además un personal comprometido, como lo demuestra el hecho de que fueran tan pocos los profesionales que se marcharon en busca de empleos mejor pagados en Estados Unidos. Gran Bretaña ha invertido en salud un tercio menos de su producto interior bruto que Estados Unidos, y sin embargo su tasa de mortalidad infantil es más baja y la supervivencia de los ancianos es más alta. El sistema británico de salud es gratuito, financiado mediante impuestos. Los británicos se han declarado satisfechos de pagar estos impuestos, o incluso de aumentar su contribución siempre que con ello se mejorara el servicio. Con el tiempo, lo mismo que todos los sistemas, el NHS se agotó. Los hospitales envejecieron, seguían utilizándose equipos que necesitaban ser sustituidos, se prolongaban los períodos de espera de los pacientes y no se formaba nuevo personal de enfermería. Con el propósito de resolver estos defectos, hace una década políticos británicos se volvieron hacia otro modelo de calidad: el que estableció Henry Ford en la industria norteamericana del automóvil a comienzos de! siglo XX. El fordismo llevó al extremo la división del trabajo: cada trabajador realiza una tarea que se mide lo más precisamente posible mediante estudios de tiempo-movimiento; el resultado se evalúa en función de objetivos que, una vez más, son puramente cuantitativos. Aplicado a la atención de la salud, el fordismo controla el tiempo que los médicos y los enfermeros destinan a cada paciente; un sistema de tratamiento médico que se basa en la concepción de la autonomía de sus partes tiende a tratar hígados cancerosos o espaldas fracturadas y no a pacientes como totalidades".

Les suena todo esto, ¿verdad?