Cuando se entiende que las vacunas, desde el punto de vista de los sistemas sanitarios, son más una prestación que una compra, se aclara todo un poco más. Bajan los decibelios del ambiente. Encajan mejor las piezas. Se intuye el rastro de una fuente de sentido en toda la maraña de un mercado mundial que mueve más de 25.0000 millones de dólares al año y en el que la vieja Europa, como en tantas cosas, va perdiendo su hegemonía pese a que aún hoy, el principal foco exportador del negocio esté en Irlanda; supongo que más por su fiscalidad que por su musculatura básica en I+D+i.
Los técnicos más lúcidos de los sistemas de salud implicados en este asunto saben que realmente tienen entre manos una prestación sanitaria, no un suministro sujeto a licitación, pese a que administrativamente sea así: la compra del producto es sólo una parte de la vacunación y olvidarlo es un reduccionismo que puede conducir a las políticas públicas de adquisición de vacunas a equívocos importantes.

Las vacunas, entendidas como suministro, están abocadas a situaciones poco explicables que pueden entorpecer los programas de inmunización sobre el terreno y ocultan mucha información clave para manejar adecuadamente esta delicada cuestión. Así, a una compra de vacunas no se le puede sacar partido en un contrato de pago por resultados (¿qué resultados? ¿Cuándo se miden?) ni de techos de gasto (la misma esencia de la cosa tira hacia que cuantas más vacunas se pongan, mejor, porque mejor va a ser la cobertura), ni se puede establecer una sucesión de lotes fiable, porque las vacunas no son exactamente sustituibles entre sí, cuestionando la misma esencia, ab absurdum, de las exigencias legales de concurrencia; con lo que la pequeña comunidad believer que lleva la camiseta de las campañas de vacunación en los sistemas de salud, salta al terreno de juego en situación de una mayor inferioridad de condiciones que si se tratase de negociar el suministro de otro tipo de medicamento. Básicamente porque ése no es su juego.

Falla la continuidad asistencial como núcleo conceptual de las vacunas.

Precisamente porque las vacunas se entienden como una realidad desgajada de su entorno de aplicación en la vida real de las personas reales, la opinión pública es especialmente sensible a problemas de desabastecimiento, atribuibles por ejemplo a incidencias en procesos de fabricación, brotes epidémicos o movimientos de precios en un mercado que es global y donde nadie conoce a nadie.

Y como falla la idea de continuidad asistencial asociada a las vacunas, no existe escenario de diálogo real, pautado, para compartir los diferentes saberes que confluyen delante del paciente, ni la misma autoridad reguladora (española en este caso) sabe cuántas vacunas entran en el país ni cuántas salen, ni de dónde vienen ni adónde van, ni a qué precio, ni quienes las fabrican quieren salir de la cobija protectora del secreto comercial: ergo, el plan de contingencia por si un día el SNS se queda colgado de la brocha, simplemente no existe.

 

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