Dos espirales, afirma Lee Drutman en una reciente reflexión sobre el sistema político estadounidense, hacen presa hoy sobre la legitimación de la representación democrática: el maniqueísmo de partido y el divorcio entre la ciudadanía y las élites. Esas dos espirales han facilitado la emergencia de un mito: la participación ciudadana como solución taumatúrgica.
La demonización del otro como mero contenedor de todos los males y el divorcio entre la base electoral y sus representantes se expresan en la desafección generalizada hacia la política y los políticos y guardan una estrecha relación: ambas son el catalizador de la aparición de la voz del pueblo como última referencia moral, anulando el valor de las instituciones como creación de la comunidad. Vuelve a abrirse, así, el viejo conflicto de los Gracos: populares y optimates, el rol de los políticos como delegados obligados a cumplir la voluntad de quienes les votan o como representantes con autonomía de maniobra. La posibilidad, en fin, de destituir al tribuno de la plebe si no hace lo que el pueblo quiere.

Surge entonces, ante la devaluación de lo institucional como marco de deliberación y decisión, un discurso que abre las compuertas del embalse de la ira social, arrastrando cualquier discrepancia basada en el criterio técnico-profesional sobre los asuntos públicos y que se personifica en el mito de la participación ciudadana, instancia inapelable de una verdad que debe ser impuesta, si es necesario, a martillazos. Lógicamente, en nuestra sociedad del espectáculo, enseguida el marketing acude en ayuda de las ideas y aparece el producto creado para tal necesidad, con su correspondiente merchandising: la épica de la participación ciudadana.

Como resultado, las instituciones se asoman a sus muros e intentan, con temor y temblor, transaccionar con la ira social, porque es lo único que saben hacer, es su conducta aprendida. Aparecen entonces furibundos castigos políticos ejemplarizantes, contundentes decálogos de transparencia y sesudos documentos sobre la creación de foros de participación perfectamente prescindibles porque, eso sí, el tesoro del poder que custodia el dragón siempre queda a salvo de las ocurrencias de la gente.

Sin embargo, esta mitología se da de bruces con una paradoja: es precisamente la gente más implicada en las diversas formas de militancia política y social la que más participa. Y ello evidencia que, efectivamente, las instituciones y sus representantes no han sabido leer la realidad: la marea que presiona sobre el sistema político no busca su destrucción, sino su rediseño, su adaptación al cambio social. Pasar de la dialéctica a la multipolaridad. Dejar atrás la era de las certezas de la metafísica y adentrarse en el mundo líquido de la postmodernidad. Son las mismas personas que se sienten concernidas desde siempre por la responsabilidad cívica de la participación en la cosa pública las que están zarandeando el cocotero. No son los mongoles asolando Bagdad: son los mismos vecinos, profesionales sanitarios, asociaciones de pacientes, militantes medioambientales que han venido alimentando con su savia partidos políticos, sindicatos y demás entornos institucionales. Pero a quienes lo que hay ya no les vale. Y por eso cortan la conexión. Es gente que pide más calidad democrática, más profundidad en las consecuencias de la participación, acceso real a la verdad de las cosas. Es gente que sigue creyendo que es mejor un club que una horda.


 

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