No he podido evitar sentirme incómodo al oír hablar al presidente del Gobierno de España de la necesidad de conducirse con disciplina social ante la crisis del coronavirus. Disciplina social.
Comprendo la lógica de pedir a la ciudadanía que limite sus movimientos, aun entendiendo asimismo que en este escenario colisionan varias lógicas dotadas de sus respectivas legitimidades y que en España se ha apostado por una de ellas, la de la preeminencia de una determinada idea de salud pública y sus derivaciones prácticas, avalada por un cierto grado de consenso supranacional fundado en el conocimiento científico. Esa decisión se sustenta en distintas razones, todas muy serias, entre las que también se encuentra la elusión de algunos riesgos políticos en el manejo de la situación.

Da cierto miedo ese concepto de disciplina social, formalmente autoimpuesta, aunque con el empujoncito de la declaración del estado de alarma: porque ayuda a entender las razones de la sumisión de los individuos en los contextos de anulación de la libertad, llámense como se llamen esos contextos. El profesor Castells, lo sé porque le he leído, tendría mucho que aportar a esa complejísima toma de decisiones como miembro del Consejo de Ministros. Ojalá se le escuche, al menos con la misma atención con que se están escuchando otras voces.

Porque la primera lección que estamos aprendiendo mientras nos quedamos en casa, que es lo que hay que hacer llegados a este punto, es recordarnos a nosotros mismos (aunque parezca una boutade en esa isla de civilidad que queremos que sea Europa) que es posible verse con algunas libertades seriamente mermadas de la noche a la mañana bajo la invocación de razones superiores.


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