Alfonso Pedrosa. En los servicios de salud de la provincia canadiense de Alberta están intentando aclararse sobre qué significa exactamente eso del compromiso del paciente con el entramado institucional donde recibe asistencia sanitaria, el paciente comprometido con el sistema o como quiera llamarse esa necesidad impostergable de las organizaciones asistenciales de incorporar a la gente a la vida cotidiana de la institución. Ese asunto se lo toman en serio en los servicios de salud de Alberta. De hecho, han montado un departamento específico para implicar a la gente y aprovechar sus experiencias. Ahora, en esa organización han dado un paso más y están estudiando, con metodología académica ordenada y demás perejiles, definiciones y percepciones que ayuden a poner nombre a la realidad. Los primeros resultados de esa aproximación recuerdan al relato de la torre de Babel: un pequeño pandemónium multiléxico y polisémico. Cada cual entiende el asunto, como es natural, desde su perspectiva. Y no me parece mal. La diversidad es una riqueza. Pero tampoco es el caos.
 
Los investigadores canadienses han liberado los resultados de una primera cata realizada en dos ámbitos: la revisión bibliográfica y las percepciones subjetivas de las personas. Como la investigación ha sido publicada en Journal of Participatory Medicine y no tengo la paciencia suficiente para seguir las discusiones terminológicas, me salto esa parte y quien tenga interés en esos ejercicios (muy necesarios, desde luego) de taxonomía conceptual, puede entretenerse echándole un vistazo al artículo de referencia. Sí me interesan más las respuestas de las entrevistas y las valoraciones surgidas en los grupos de discusión integrados por 17 pacientes y familiares, tres profesionales asistenciales y ocho gestores. Respuestas poco científicas, humanas. Esas personas que dicen lo que les parece son como canarios en la mina que van por delante de los excavadores de galerías en la búsqueda de la veta aurífera del compromiso, del engagement, de la corresponsabilidad. Incluso, de la co-gestión. Sus relatos son subjetivos, sí, pero también valientes y valiosos.
 
Entre los pacientes y familiares de pacientes que han participado en esas entrevistas y grupos focales, hay quienes creen que el compromiso tiene mucho que ver con la capacidad de los clínicos para transmitir mensajes de manera inteligible para el propio paciente y sus familiares; también, el compromiso está relacionado desde su punto de vista con la participación en los procesos de desarrollo estratégico de la organización con vistas, fundamentalmente, a su propia seguridad durante su tránsito por los circuitos asistenciales. Hay proveedores de servicios (ése es el término usado en la jerga del artículo) que ven en ese compromiso que expresa la experiencia del paciente una oportunidad para aprender, para, incluso, establecer un espacio de trabajo compartido. La valoración de algunos gestores dice, por su parte, que el compromiso del paciente consiste en incorporarlo a los procesos operativos y de planificación. Ninguna definición clara, pues (de hecho, tampoco en la bibliografía revisada por los autores del artículo la hay), pero parece que no es imposible con estos mimbres iniciar maniobras de aproximación desde cada uno de esos tres territorios culturales: pacientes, clínicos y gestores.
 
Otra cuestión más plantea este trabajo: ¿En qué consiste participar, qué se espera de la participación? Para algunos pacientes, participar es avisar de los fallos y hablar en nombre del público, representar al público, incluso… evangelizar al público. Hay profesionales para quienes la participación supone un desafío práctico: el profesional se siente responsable sólo del segmento del proceso asistencial que controla, pero el paciente vive su experiencia como una totalidad. ¿Cómo aprender de eso? He ahí un auténtico sudoku de alta complejidad para la nueva cultura asistencial. Hay gestores para quienes la participación ciudadana (digámoslo ya así) no es reunirse con los pacientes una vez al mes: es una manera de ser, un flujo de intercambio permanente. 
 
Un panorama nada destroyer, como ven. Optimista, incluso (con perdón).
 
Diversidad de perspectivas, pues. Pero bendita sea esa diversidad, porque todo esto converge hacia la necesidad de establecer un lenguaje común. De articular un proceso inteligente de comunicación entre personas. Un desafío que va mucho más allá de la redacción de guías de buenas prácticas y de manuales de semiótica aplicada a la salud. Un desafío que en realidad empieza por algo muy sencillo: conocer a las personas y sentarse a hablar y a escuchar. Babel no es el problema; porque en Babel está la solución.