A tenor del modelo de distribución interna de los presupuestos de gasto de las administraciones del Estado que la realidad impone en España (véase el caso de la reciente presentación de las previsiones de cuentas públicas en Andalucía), un especialista en política económica me comentaba hace poco que la gestión de la deuda pública merecería en sí misma, por el volumen de esa partida, un ministerio en el Ejecutivo central y sus correspondientes consejerías o equivalentes en la escala autonómica y local-provincial. Ministerio de la Deuda. Consejería de la Deuda. Un suponer. No va a ser así porque la precaria estabilidad institucional no soportaría el reconocimiento de una bancarrota, pero ello no resta presión interna al funcionamiento de los servicios que el Estado presta a los ciudadanos, sobre los que planea como un fantasma eso que se ha dado en llamar, como gran tarea siempre pendiente de todos los gobiernos, la reforma de la Administración.

En España es lógico, desde el punto de vista de las agendas políticas de conyuntura, que las denominadas no sin malicia demandas de adelgazamiento de las burocracias, de procedencia diversa, no hayan tenido apenas recorrido y todavía se siga considerando aves de mal agüero en esos ambientes (los aguafiestas de Muñoz Molina en su escrito penitencial de Todo lo que era sólido) a quienes avisan de que el paraguas de protección social de corte europeo, núcleo del gasto público, se va al garete. Ello ubica el debate actual del futuro de los servicios públicos en un tablero de juego definido por una especie de darwinismo social: el área administrativa que demuestre más aptitud en su táctica de parecer que hace más con menos sobrevive en el Consejo de Ministros, en el Consejo de Gobierno de cualquier comunidad autónoma o en el Pleno de la Diputación Provincial o del Ayuntamiento de cualquier localidad. Esta idea instalada en la cultura de la gestión de los recursos del Estado ha generado un saludable interés en el ámbito de lo público a la hora de querer actualizarse. De ponerse las pilas. De mejorar. Y de paso, recuperar legitimidad social.

Sin embargo, creo que, entendido así, el asunto está mal enfocado; porque se basa en un sobreentendido erróneo: la creencia en que la sociedad civil demanda unos servicios públicos excelentes y que es en el territorio de la excelencia donde los servicios públicos compiten con los privados por el favor de los clientes-usuarios-consumidores-ciudadanos. Quizá deba ser así desde el punto de vista conceptual. Pero esa batalla requiere un caudal de recursos que no van a llegar. Mientras se rediseñan las propuestas del nuevo contrato social en torno a lo público (en realidad, ése es el desafío actual de la socialdemocracia europea y el próximo debate de los liberales de corte clásico), las administraciones están haciendo un esfuerzo hercúleo (a veces, casi enternecedor por el candor de la apuesta) por hacerse útiles a los ciudadanos, presentándose como el más eficiente de los actores que compiten en el mercado en un determinado sector, ya sea la educación, el transporte, los cuidados a domicilio o la asistencia sanitaria. Vale decir, la oferta de lo público se presenta como una búsqueda de la excelencia en la oferta-prestación de determinados bienes y servicios.

Ocurre, sin embargo, que la sociedad española actual, a través de sus comportamientos masivos de consumo, está diciendo que eso de la excelencia está bien, pero que prefiere la comodidad de la solución inmediata, aunque no sea óptima: se prima en general lo más accesible frente a lo mejor. Hace algunas décadas, una minoría de consumidores conscientes pero con alto poder de prescripción de opinión (la crema de las denominadas clases medias), impuso un relato social en torno a determinados valores en el consumo de productos públicos: un billete de tren, una operación de cataratas, los libros de texto del curso escolar. Todo eso se fundamentaba en un pacto: la aceptación de cierta presión fiscal a cambio de libre acceso a los servicios en un contexto de redistribución proporcional de la riqueza. Sin embargo, la insuficiencia permanente de la recaudación fiscal en España desde 2007, junto a otras devastadoras consecuencias, ha provocado la liquidación de ese relato y la emergencia de otro, existente en los países de tradición latina desde antiguo, pero hasta entonces invisible desde el negacionismo  impuesto en la España de la Alta Velocidad: el bien común no existe, la erosión del pacto fiscal de convivencia es legítima (economía sumergida hasta en el aguinaldo de la abuela) porque los de arriba ya roban demasiado. Vale decir: el consumo de lo público ya no es un acto de contenido ético basado en la idea de la corresponsabilidad individual. Porque la carcasa de la ética pública ha saltado por los aires y sólo existe la ética del propio interés. De apuntalar esta idea se han encargado de manera entusiasta, por cierto, con su conducta individual escandalosamente incoherente, algunos de los más provectos diseñadores de las políticas públicas en España. Sin olvidar, aunque ésa es otra historia, que no en todas las culturas lo público es sinónimo de propiedad estatal, sino que, más bien (y ello explica la práctica anglosajona del mecenazgo), un bien puede ser de titularidad privada pero de uso público, abierto a todos.

Las consecuencias de todo esto trascienden los muros de cualquier cenáculo de intelectuales atormentados por sus contradicciones de lujo: forman parte de nuestra realidad cotidiana e indican, ni más ni menos, la existencia de un profundo cambio cultural. No queremos pagar por la excelencia sino por la accesibilidad, por facilidad en el consumo. De ahí que, por ejemplo, el modelo de gestión de la salud de las personas ya no pivote (salvo en situaciones agudas de alto riesgo para la vida) sobre la excelencia del médico, sus conocimientos y su panoplia tecnológica, sino sobre la comodidad en el acto de consumo directo relacionado con el bienestar personal. Los servicios de asistencia jurídica, sobre el anuncio de un bufete de abogados en una marquesina de autobús. La atención social a los mayores, sobre el marketing tipo Cocoon de lo que antes eran residencias de ancianos. La educación, sobre la promesa de un triunfo social de vino y rosas sin la más leve referencia al esfuerzo como herramienta para conseguirlo. Como si asistiésemos con displicencia patricia a la banalización de toda una época.

En Europa, ese territorio cultural que bascula entre la metafísica de Aristóteles y la nietzscheana muerte de Dios, todos los cambios de civilización se han expresado a través de indicadores semejantes, interpretados por los más lúcidos de sus contemporáneos en clave de una especie de agridulce decadencia. Sin embargo, Europa siempre se ha salvado del abismo de su disolución final, hasta ahora, mudando su piel. Ello ha ocurrido cada vez que la civilización europea ha sabido eludir la trampa de convertir su queja visceral en pose elaborada e instalarse en ella (eso es ese Barroco tan querido en España, no el otro, el de la Revolución Científica). Ello ha ocurrido cada vez que, como reacción a esa parálisis, se ha sabido entender que la libertad racional es el cimiento de la convivencia (por eso precisamente el Barroco salta por los aires con la Ilustración). Y ello explica, desde luego, que todavía en la España de hoy entendamos mejor al Buscón de Quevedo que a Jovellanos.

Es posible que el Estado del Bienestar esté periclitando en España como fórmula de redistribución organizada de la riqueza, sustituido por un libre consumo extremo de implantación más violenta que progresiva. Así, al parecer, lo queremos los ciudadanos y lo demostramos con nuestros hechos cotidianos. Ante esta situación lo público no tiene más remedio que hacerse ambulante: salir de las instituciones y buscar en la calle a sus clientes, ofreciendo no tanto excelencia como comodidad. Esta proactividad obligada no es ningún invento del coaching de alguna carísima escuela de negocios: es lo que hace la inmensa mayoría del personal que tiene que buscarse la vida cada día. Ésa es la verdadera reforma que la Administración tiene pendiente. Desacralizarse. Convertir la catedral en bazar.


 

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