Alfonso Pedrosa. Teníamos muchas ganas de contar muchas cosas y el hipertexto nos salvó la vida. Queríamos abrir una ventana al mundo por la que asomarnos y a través de la cual recibir aire fresco y BloggerWordPress o Besbello (la criatura de @drzippie que más me gusta) nos lo pusieron muy fácil. Necesitábamos una superficie de aterrizaje e interconexión y los hubs de la Red nos dieron un lugar a cambio de información sobre nosotros mismos.
 
Hubo un tiempo en que ni siquiera se nos ocurría preguntarnos quién mantenía vivo al Leviatán bonachón del ciberespacio. Hubo una época en la que en nuestros lugares de trabajo, en nuestras organizaciones asistenciales, en nuestras instituciones de gobernanza, nos cruzábamos con unos seres extraños que hablaban en klingon y a los que pedíamos ayuda cuando el ordenador se atascaba o se nos metía un virus en las entrañas del email, y a los que no hacíamos mucho caso una vez resuelto el marrón.
 
Hubo un tiempo en que incluso los mirábamos con desconfianza y miedo: eran los amos del calabozo, los aduaneros de hierro de la seguridad en el tráfico de información.
 
Pero eso ha cambiado. Hoy los necesitamos, como ayer, pero de otra manera. Son nuestros chamanes. Ahora que hemos entendido que la tecnología es un catalizador de los cambios culturales, anhelamos su complicidad. Queremos desesperadamente que nos entiendan, que nos quieran, que nos acompañen.
 
Realmente, yo no sabría qué hacer sin ellos. Ellos ven dentro de Matrix. Conocen el camino a Sión. Saben lo que hay detrás de una bonita y pesada interfaz. Si se les escucha, oiremos latir su corazón humano bajo la carcasa del experto informático y del desarrollador web, podremos hundir las manos en el montón de oro hacker que atesoran en sus reservorios éticos. Podremos transformar en habitable la arquitectura de la información. No es verdad que a un informático le dé igual ocho que ochenta. Sólo hay que dejarle hablar. E interesarse por la poesía que encierran los bytes.
 
Hoy se buscan tecnólogos con alma y poetas del código. Porque los necesitamos para reescribir el mundo.