Leo en la prensa económica que en 30 años la mitad de los puestos de trabajo serán ocupados por robots. ¿Qué será de la libertad humana? ¿Y de mi curro?, podría preguntarse, acongojado, cualquiera, en función de sus circunstancias y su capacidad de horizonte vital. Ahora que en España acabamos de votar (o no), quizá sea pertinente recordar que la libertad, entendida como ejercicio de soberanía de los individuos, solo es un episodio, un paréntesis de lo cotidiano, como dice quien pasa por ser el filósofo de moda, el coreano Byung-Chul Han, en su ‘Psicopolítica’.

La emergencia de la muchedumbre, de la masa, como sujeto (magnífica, la biografía de Azaña escrita por Santos Juliá), impuso en el siglo XX la construcción de diques institucionales para proteger el sistema político que aún siguen en pie. De ahí que, como dice Han, ser sujeto titular de derechos signifique, paradójicamente, estar sometido. La libertad es un episodio, casi una anécdota, desde el mismo instante en que la ejercemos únicamente por delegación, por transferencia de responsabilidad hacia entes evanescentes alejados del trozo de vida que nos ha tocado gestionar a cada cual y que se erigen en sancionadores de los derechos.

Ser sujeto significa estar sometido. Pero ese sometimiento no está orquestado por ninguna conspiración de poderes oscuros. Por una sencilla razón: en una época en la que nos vemos como empresarios de nosotros mismos, viviendo con la ilusión de estar a los mandos de un determinado proyecto vital, la autoexigencia suple a la tiranía: es más eficiente que cada cual se explote a sí mismo que confiar esa tarea a un capataz. Ya no es eficiente explotar a alguien en contra de su voluntad, porque en la explotación ajena, el rendimiento es mínimo. Solo la explotación de la libertad genera el mayor rendimiento. Que se lo pregunten a cualquier trabajador-emprendedor autónomo. O, en el mundo del curro por cuenta ajena, no hay nadie a quien, tras superar un proceso de selección para un puesto de trabajo, sea el que sea, en una empresa que realmente haya entendido esto, no se le diga: tú vales mucho, ahora todo depende de ti, tú eres tu propio plan de carrera.

Creo que en esta idea de Han está una de las claves de la desvalorización del desempeño laboral y de la extinción masiva de puestos y funciones a la que venimos asistiendo en las empresas y, también, pasito a pasito, en el sector público: trabajar ya no aporta valor. Autoexplotarse, sí. Se abre a los pies del invidividuo, entonces, un foso que se traga la propia existencia: disponibilidad absoluta para el trabajo, control permanente, atención total. Nos hemos creado nuestras propias minas de sal. El problema no son los robots: somos nosotros.

Para seguir siendo los capataces de esclavos de nosotros mismos (ésa empieza a ser la principal diferencia entre un humano y un robot en el mercado de trabajo), necesitamos un estímulo afectivo. De ahí que las emociones se hayan convertido en algo muy relevante en la política y en el trabajo: el valor emotivo, no el valor de uso, es el centro de las relaciones. La emoción como mecanismo de control. Eso es la psicopolítica de la que habla Han.

La única salida de la ratonera que ve este filósofo coreano es caer en la cuenta de que nuestro futuro no depende del valor de uso de nuestro trabajo, sino de que seamos capaces de servirnos de lo inservible, porque ahí es donde falla el algoritmo esclavista de las emociones como estímulo de la producción: las acciones gloriosamente inútiles. Porque darse el lujo de lo no necesario es una forma de vida libre de la necesidad. Y eso no lo sabe hacer un robot. Bienvenidos al verano.


 

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