Volver a la tierra, como proponía Mircea Eliade, puede salvar el espíritu pero también puede matarnos de una infección bacteriana. Sobre todo si nos despojamos de la prótesis de la cultura (Baudrillard) al adentrarnos en la naturaleza. Un artículo de la pediatra Sarah A. Keim sobre los riesgos de la falta de control en Internet en torno a la venta-recepción y/o venta-donación de leche materna me ha hecho pensar en ello.

En un mundo definido por ciudades cubiertas de acero y cemento, donde se entrevé el planeta Trantor de Asimov, es comprensible que sus habitantes se sientan permanentemente agredidos por todo y por todos y que lo natural se entienda como un lógico espacio liberador, como un horizonte al que huir y a la vez como una burbuja de protección. Como una alternativa.

Uno de los componentes básicos del relato contemporáneo dominante sobre el retorno a la naturaleza es la salud: volver a la tierra para buscar la salud, mantenerla o restaurarla. Pero quien vuelve a la naturaleza no es el mismo ser humano que salió de ella muchas generaciones atrás. Hay algunas diferencias, no muchas pero importantes. Una de ellas es que el formateo mental ha cambiado: nos ha ocurrido algo. Nos ha ocurrido la cultura. Más concretamente: nos hemos convertido en seres dialécticos, gracias a Aristóteles, a Hegel, a Marx y a la televisión. Eso implica que la simplificación electiva está en el centro de las decisiones; y eso puede llevar a una trampa: la de pensar que elegir a la naturaleza es renunciar a la cultura. Y la cultura también es (hay quien diría que, sobre todo es) tecnología. Es posible borrar con cierto éxito en el tiempo de una vida el imaginario cultural de partida, extirparlo y sustituirlo por otro nuevo. Renunciar al coche, a los pesticidas químicos y a la comida basura. Se puede volver a la tierra y vivir sin todo eso. Incluso es posible que sea aconsejable. Pero hay límites. Límites impuestos, precisamente, por la capacidad de adaptación a la naturaleza. Se puede vivir sin cierta tecnología. Pero no sin toda ella. El buen salvaje que ha leído a Cicerón es una falacia. No existe. Por eso, cuando la salud deja de ser un valor descuajado del entorno cultural, se convierte en ideología. Y quien vuelve a la tierra, entonces, es el más indefenso de los animales.

Por cierto, la lactancia materna es naturaleza, cómo no. Y también cultura. Y hay gente que lo entiende así, sin peligrosas oposiciones dialécticas de tres al cuarto.