Todo creyente en el sistema (cualquier sistema: económico, político, religioso, social, mediático, sanitario) termina feneciendo por cansancio. Pues es agotador mantener enhiestas las banderas siempre y a toda costa. La hoguera es el destino manifiesto del believer transformador. Eso ocurre porque se le suele atribuir al sistema una especie de moralidad, desde la que se pretende corregir una y otra vez, sin éxito, su rumbo o su funcionamiento. Ese fracaso se debe, simplemente, a que los sistemas no tienen moralidad.

Esta suerte de nihilismo regulatorio, que recorre toda la teoría de sistemas de Luhmann, posee propiedades saludables. Porque le da vacaciones, por una vez, a Sísifo. Y saber descansar es hoy un arte perdido.

Cuando se afronta el desafío de cambiar un sistema que se percibe languideciente (cualquier sistema: económico, político, religioso, social, mediático, sanitario) lo más humano es aprovisionarse de recursos para reactivar sus energías internas. La reacción del sistema está cantada: devorará todo lo que le echen y no cambiará. Engullirá la pitanza como una máquina de picar carne. Se incrementará el gasto energético, pero no habrá cambios en su orientación.

Otra aproximación al asunto condenada al fracaso consiste en intervenir: someter al sistema (cualquier sistema) a cirugía correctora desde dentro (modificando sus circuitos internos) o desde fuera (presionando, como quien pone un dedo sobre una plancha de gomaespuma confiando en vencer la resistencia de la configuración esencial). El sistema, los sistemas, se ríen de todo eso: su capacidad de autopoiesis termina generando subsistemas idénticos a sí mismos que liquidan los cambios y, en el mejor de los casos, simplemente expulsan a los elementos extraños, recuperando su configuración inicial. Sin acritud. Sin piedad. Sin moral. Cualquiera que se haya enfrentado al inmenso poder de la mesocracia informal de un sistema sabe de qué hablo.

Existe una alternativa a todo esto que quizá merezca la pena explorar. Puesto que el sistema no cambia por efecto de la presión ni de la reingeniería, el mismo carácter coriáceo de sus estructuras puede ser, precisamente, un vector evolutivo. Mediante la seducción. Presentando al sistema desde su exterior propuestas, no imposiciones, coherentes con su lógica interna. Coherentes con su amoralidad. Propuestas a las que no pueda decir que no. Ofertas que el sistema no pueda rechazar.

Ello solo es posible si se conoce bien la frontera entre el sistema y su entorno. Si se sabe distinguir qué hay dentro y qué hay fuera del sistema. Y se acepta el derecho de lo diferente a respirar. Pues la interacción entre sistema y entorno es el único contexto que permite su transformación. Por eso, tan importante como conocer los engranajes del sistema, de cualquier sistema, es conocer los elementos que no forman parte del mismo, pero están en su entorno. Solo la posición exterior hace posible la influencia.

La periferia al rescate del centro. Siempre ha ocurrido así.

No desprecien a las disidencias, a las discrepancias ni a la gente pequeña que vive al margen del Gran Mundo. En ellas está la salvación. Civilización y barbarie. Siempre ha sido así.

Mestizaje. Roanoke. La catedral y el bazar. La sociedad red. Etcétera.

Los believers podrán entonces tomarse un descanso; el nihilismo del sistema se encargará de todo lo demás.


 

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