No taxation wihtout representation. No hay tributación sin representación. Ése fue el gran lema incendiario de las Trece Colonias y, desde entonces, en las democracias liberales se entiende que una determinada política fiscal solo es realmente viable si está conectada a cierta calidad democrática. Si el poder de decisión delegado cuenta con una verdadera legitimación social. Aceptamos pagar impuestos si somos nosotros quienes decidimos en qué se gastan.
Pero eso en la realidad no es así. La dimisión general de la ciudadanía respecto a la gestión de la cosa pública (la política), que tiene sus causas, ha dejado sin esa calidad democrática necesaria a la política fiscal, verdadero fundamento del funcionamiento de cualquier pacto de convivencia.

La actual búsqueda de posturas comunes, del consenso interior, por parte de los diferentes gobiernos regionales de España ante el nuevo sistema de financiación autonómica, a la que ahora asistimos (tras el dibujo del esquema básico de la fontanería de la cosa por parte de los expertos), puede encuadrarse en esos intentos de dotar de calidad democrática a las decisiones de la política fiscal y de financiación. Pero quienes pagan esos impuestos desconfían de la aplicación adecuada de ese dinero a recaudar. Y, desde esa desconfianza, se niegan a pagar más. Un gobierno que no gasta bien lo que recauda es un gobierno del que hay que defenderse.

Esa cuasi imposibilidad para ponerse de acuerdo, con luz y taquígrafos, sobre cuánto y cómo hay que aportar a la bolsa común y cómo hay que repartirla quizá tenga que ver con ese individualismo hispano del que hablaba Menéndez Pidal, que lleva al español a desentenderse de los asuntos públicos, salvo en la dimensión de lo muy concreto; quizá por puro escepticismo, que es una forma de desencanto sin cinismo.

Sin embargo, ese mismo individualismo que no se hace mala sangre con la mala suerte, contiene importantes reservas de energía útil: la capacidad para que las cosas cambien en poco tiempo. La Historia de España demuestra una y otra vez que pueden darse transformaciones importantes en la sociedad, para bien, medibles en unos pocos años, no en eras geológicas. Y que la velocidad de esos cambios es directamente proporcional a la altura moral de las personas que están a los mandos del proyecto. Quien se atreva a sembrar de verdad valores en la política, en cualquier ámbito, tendrá el verdadero liderazgo de la comunidad.

El individualismo español puede ser un lastre, sí. Pero también un catalizador de esperanza.


 

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