Sostiene Sergio del Molino en La España vacía (2016) que hay un hecho esencial en la configuración contemporánea del país sobre el que se suele pasar de puntillas: el Gran Trauma del vaciamiento demográfico del medio rural, sincopado en apenas dos décadas, entre los 60 y los 80 de siglo XX. Ese proceso migratorio de personas, valores y relatos ha terminado configurando al final, en realidad, el único patriotismo posible hoy en España: el del saberse hechos de trozos de un país cuyas marcas de identidad se salen a buscar los fines de semana en un paseo por el campo, a la caza de confirmaciones reales o imaginarias de las historias familiares o de visiones más o menos canónicas en las que el paisaje experimenta una prosopopeya que acaba convirtiendo a Azorín, como dice el autor de este libro de lectura y relectura muy aconsejables, en una especie de beatnik pasado de peyote.
En el medio rural español del siglo XXI siguen viviendo miles de personas, en territorios atornillados a la marcha institucional del país gracias a los pernos de la sobrerrepresentación parlamentaria y a la ubicación de infraestructuras de servicios públicos en el territorio. Pero sin que ello implique una comprensión profunda desde el poder institucional de los porqués de las personas que habitan el medio rural para articular su sentido de pertenencia a un sistema político o la misma necesidad de esos servicios: el bosque, el campo, la estepa españoles siguen siendo, para el relato dominante, lugares de los que hay que huir o a los que hay que redimir. El medio rural se sigue contando desde fuera y no se cuenta a sí mismo.

El ensayo hace referencia, de paso, a esta realidad, en clave de salud: la integración del medio rural en la sociedad en general ha consistido en que los de fuera les han puesto a los del pueblo “allí donde se podía, un médico, una farmacia y unos columpios”. Vale decir: las demandas sanitarias del medio rural siempre se han planteado como un problema sectorial, como un problema a resolver dentro de las estructuras de las consejerías del ramo en cada territorio. Y eso no funciona como relato integrador, porque cada día son más las voces que, desde esas estructuras, cuestionan la eficiencia de esas inversiones públicas en inmuebles, profesionales y servicios.

Hay quienes, desde ese mismo medio rural, se están dando cuenta de que una de las claves de ese fracaso es precisamente ese enfoque sectorial: hay que sacar de ahí el debate sobre el centro de salud o la farmacia del pueblo y ubicarlo, no en las agendas sanitarias, sino en una estrategia global de lo rural. Ello obligará a identificar nuevos interlocutores en las instituciones, a tejer nuevos contextos de negociación y a aprender dar razón de la propia existencia.

Ahí sí podría emerger un relato necesario: el del patriotismo de la España vacía.


 

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